Caminaban el profesor Dávila y su pupilo,
el niño Enrique, por la calle 3 Poniente cuando, en la acera opuesta, divisaron
a un anciano que, lento, arrastraba los pies y cogía impulso para andar
apoyando las dos manos en su bastón. Entonces el niño Enrique tiró de la manga
de su mentor y con tierna voz le preguntó:
—Profesor,
¿por qué ha de pagar la vida al hombre sus años de esfuerzo y sacrificio con la
carga de la vejez?
El
profesor Dávila, conmovido por su inocente interrogante, le respondió:
—¿Por
qué ha de interpretarse, Enrique, la vejez como algo malo? Las canas y las
arrugas no vienen así nada más; se las gana. Y, por si fuera poco, el hechizo
de la vejez retrocederá ante los estímulos adecuados.
—¿De
verdad, profesor?
—Sí.
Anda, dame una hoja de tu cuaderno y te lo mostraré.
El
niño Enrique, siempre obediente, siempre curioso, sacó su cuaderno de la
mochila, arrancó una hoja del espiral y la entregó al profesor, quien comenzó a
doblarla con pericia hasta hacer con ella un avioncito de papel.
—Presta
atención —dijo, y lo arrojó por los aires.
La
figura voló, liviana, por encima del arroyo vehicular y fue a impactarse contra
el hombro del anciano. Éste, confundido, miró al profesor y su pupilo.
—Vamos,
señor —dijo el profesor—, usted sabe que quiere arrojarlo de vuelta.
El
hombre titubeó pero, al cabo de un instante, respondió con una sonrisa:
—¡Par
de bribones! Yo les enseñaré cómo se arroja un avión de papel.
El
niño Enrique vio, maravillado, cómo el anciano, antes presa de un triste
letargo, se agachaba para coger el improvisado juguete y, con los dedos, le
enderezaba la punta y añadía otro par de dobleces a las alas. De pronto era
como si se hubiese sacudido el cansancio de los hombros, e incluso le pareció
al joven aprendiz que, por un instante, ese arrugado rostro había dado paso al
de un chiquillo travieso.
—¡Allá
va!
El
anciano arrojó el avioncito con fuerza y éste ascendió, grácil, a una mayor
altura de la que consiguiera el profesor Dávila, y planeó tan estable que entró
por una ventana abierta en un segundo piso. Un instante después una mujer gritó
desde adentro:
—¡Quién
carajos está aventando papeles!
Entonces
el anciano puso la cara de un diablillo al que pescaban con las manos en la
masa y echó a correr. El niño Enrique no daba crédito: ese hombre, que apenas
podía caminar dos minutos atrás, daba tremendas zancadas en pos de la esquina y
tenía el bastón de sobra.
—¡Guau!
¿Vio eso, profesor?
—Claro
que sí. Recuerda siempre, querido pupilo, que las mentes más brillantes se
ocultan bajo cabelleras blancas y que toda faz surcada por la edad fue alguna
vez tersa como la piel de un melocotón.
El
niño Enrique asintió, convencido. Sus grandes ojos negros, como de venado,
brillaban alegres. Maestro y alumno intercambiaron una sonrisa y luego
siguieron su camino.
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