El antídoto

Colaboración especial. Texto de María Mañogil




Mi vecina me regaló unos lirios cortados de su jardín. Unos preciosos lirios blancos, y es que ni sabía si los hay de otros colores. No entiendo mucho del mundo vegetal, de hecho, se me mueren hasta los cactus, y he decidido que luzcan en el desordenado habitáculo en el que vivo únicamente flores muertas, por eso de que yo no soy quien las mata al cortarlas y me siento menos asesina.

Cuando llegué a casa busqué un jarrón, lo llené de agua y lo puse sobre la mesa del salón. A continuación, metí como pude el ramo de lirios dentro de él y me pareció que quedaba más o menos bonito, aunque jamás se me ocurriría pedir trabajo en una floristería.

Me acosté pensando en mis preciosos lirios adornando la vieja mesa de madera y me dormí, como siempre, al primer roce de mi oreja con la almohada, pero a eso de la una de la madrugada me desperté con una de esas premoniciones que a veces tengo justo al empezar a soñar y que me hacen parecer anormal cuando se me ocurre contárselas a alguien. Me dirigí descalza al ordenador, que por aquel entonces lo usaba de portátil en mi habitación porque aún llegaba el wifi hasta allí. Lo encendí y, movida por el presentimiento de antes, escribí en el buscador: “Plantas tóxicas para los gatos”. Y sí, allí aparecieron los lirios, de muchos colores, por cierto.

Salí corriendo de la habitación y se me hicieron eternos los segundos que tardé en llegar hasta el salón. Los lirios seguían intactos en su jarrón; éste estaba allí tal como lo había colocado, mientras mis dos gatos (en esa época aún no había adoptado a la pequeña Luna) dormían plácidamente, uno en el sofá y la otra sobre mis libros de química, que había dejado en el escritorio al llegar por la noche de clase.

Sin dudar, procedí a tirar el ramo de lirios a la basura. Al meterlos en la bolsa, ya observándolos más de cerca, me di cuenta de que efectivamente no les faltaba ningún trozo, pero que en los enormes pétalos blancos habían unas pequeñas marcas que no estaban cuando los puse en el jarrón: marcas de dientes de gato.

Después de despertar a los dos bichos sin saber cuál de los dos había sido el responsable de la obra de arte y cabrearlos para comprobar que seguían gozando de su mal humor característico al ser interrumpidos bruscamente de su sueño, acabé casi a las dos de la madrugada llamando por teléfono al veterinario al que los llevo desde chiquititos y que dispone de un número para las urgencias. Él me tranquilizó asegurándome que si sólo habían mordisqueado la planta y no ingerido parte de ella, lo más grave que les podía pasar es que vomitaran, pero aún así pidió verlos a la mañana siguiente para quedarnos los dos más tranquilos. Así lo hice, y antes de las diez ya estaba esperando a que abrieran la consulta con los dos gatos en el transportín, maullando y quejándose. Después de que el médico los revisó y comprobó que estaban bien, me recetó unas cápsulas a base de plantas que servían como antídoto para eliminar el poco veneno que podría haber quedado en el interior de sus peludos y desgarbados cuerpos; medicina que debía darles cada noche durante cinco días.

La primera noche pude engañar a Nora, medio de raza y de carácter muy tranquilo, metiéndole la cápsula en la boca y cerrándosela a continuación con una mano, mientras que con la otra, ayudada con una jeringuilla de plástico, le echaba agua a presión, obligándole a tragar.

Con Gusi, seis años mayor y gato viejo y sabio porque se crió en la calle hasta que mis hijos se lo robaron en un despiste a su madre, fue inútil esa táctica y todas las demás que probé. Después de clavarme los dientes en el brazo y las uñas en la nariz, lo agarré del pellejo de la parte superior del cuello, por donde transportan la mayoría de los mamíferos a sus crías, y lo subí de un golpe en la tapa de la encimera de la cocina, pues allí me encerré con él cuando se me escapó después de morderme y arañarme. Cuando lo solté un momento para introducir la cápsula de nuevo en su boca me sorprendió que, además de intentar saltar para volver a escaparse, empezó a hacer unos gestos con las patas como si bailara claqué. En ese momento escuché la puerta de la entrada abrirse y mi hija apareció en el instante oportuno para sujetar a la terrible bestia con la que andaba peleándome desde hacía más de media hora. Entre las dos conseguimos que el bicho se tragara la cápsula, imagino ya que de amargo sabor al haberse quedado el interior de ella mezclado con el plástico medio derretido por tanto tiempo paseando entre el sudor de mis manos y la saliva del animal.

Gusi no dejó de bailar en ningún momento durante el proceso y sus patas parecían las de un bailarín profesional, lo cual, a pesar de lo incómodo de la situación, resultaba bastante gracioso y nos hizo reír con ganas a mi hija y a mí, hasta que ella, una vez que el bicho ya había ido de nuevo a esconderse por algún rincón, me dijo: “Mamá, la tapa de la encimera está ardiendo”. Y sólo entonces recordé que cuando regresé de clase esa noche me hice una tortilla, y por no limpiar los restos de huevo que cayeron al darle la vuelta puse la tapa de metal sobre la encimera por eso de que mi cocina parezca limpia y recogida aunque no lo esté, haciendo honor a los refranes que tanto me gustan y que mi madre me recrimina desde pequeña: “ojos que no ven, para qué voy a limpiarlo” y “deja para mañana lo que no te apetezca limpiar hoy, que con algo de suerte ya lo limpiará otro”.

Esa noche lloré mientras buscaba a mi gato por cada rincón de la casa y también cuando lo encontré lamiéndose las almohadillas de sus patitas. Le unté pomada de la que yo uso para las quemaduras leves y esperé a que se durmiera para controlar que no se lamiera también la pomada antes de que se filtrara en su piel. Y lloré mucho más cuando, a la mañana siguiente, me llamó el veterinario para preguntarme cómo seguían mis gatitos, si habían vomitado o había notado que sufrieran alguna molestia intestinal. Pero sólo lloré cuando colgó el teléfono, porque a su pregunta respondí sin alterarme y con la más absoluta tranquilidad:

—No, nada importante. Sólo una ligera sensación de quemazón en las extremidades. Pero debe ser un efecto secundario de las pastillas que me recetaste, creo.

—¿Y cómo has notado esa quemazón? —se sorprendió.

—Ya sabes, esas premoniciones que tengo y esa empatía con los gatos que me hace sentir lo que ellos sienten.

Tanta empatía que me queman las manos al recordarlo.

Sigue a nuestra invitada



Publicar un comentario

Copyright © Pillaje Cibernético. Diseñado por OddThemes