Siempre he tenido una enfermiza relación con mi ciudad. Es algo que ha
marcado mi vida, que la define, que la atraviesa de todas las formas posibles.
Creo firmemente en que el lugar en el que naces deja huellas indelebles en tu vida.
Y cuando en ese lugar también creces, y amas, y pierdes y ganas y odias y
engañas, la relación entre el espacio geográfico y el emocional es
inquebrantable.
Hace tiempo que la ciudad me ha mostrado otra cara, la de la noche. De
noche esta ciudad es un blues y a eso le quiero escribir. Y es que cuando el
día muere, las calles de esta ciudad se convierten en extraños laberintos bañados por una tramposa tranquilidad de la
nunca sabes qué esperar. Esta “otra ciudad” es complicada para mí, porque desde
que la noche y sus personajes, ministros del caos,
me han sido revelados, las partes más débiles de mi estructura se han
tambaleado.
No logro entender el ritmo de las cosas, ni de las personas, mucho menos
las razones de la revelación en este preciso momento de mi vida. La noche
emerge con fuerza y su oscuridad me cierra la visión periférica mientras yo me dejo llevar, perdida entre las horas que
me regala la oscuridad. Y voy por esas horas repitiéndome, multiplicándome,
desdoblándome, sintiendo como si cada
careta (mía y de la gente) cayera con el aire que se pone soberbio y embustero.
Busco entre las calles una pista del exacto lugar en el que nace la
noche para por fin poder aniquilar esta nostalgia de la que se llena la vida
cuando el día termina en esta ciudad. De noche Pachuca es un blues que se cuela
doloroso y sentido por tus oídos, arañándote por dentro con el sonido de su
melancolía. De noche en este lugar pasan cosas que la mañana no puede
reconstruir. De noche sueño con la luz que por las mañanas me atormenta, de
noche creo y sueño y resisto, soporto y peleo de vuelta contra los fantasmas
que se escurren por las alcantarillas; de noche todo se acomoda y te pone a
prueba, y al paso de este ritmo, he
aprendido a bailar con la oscuridad.
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