¿Sexo en el aeropuerto?



Una coreana se inclina a abrocharse las agujetas luego de depositar en el suelo un vaso de Starbucks, una anciana la mira preocupada, pues se da cuenta de que hubiera podido tropezar. No sé el porqué de la preocupación de la anciana si la coreana se percató del asunto antes de poder tropezar, yo observo a la anciana y luego siento el peso ineludible de una mirada intensa: Es un niño como de 12 años que mira curioso cómo observo a la anciana que ve a la coreana. Por si la tercia no fuera bastante, desde mi lugar veo cómo la mamá del niño sondea lo que el niño ve; desvío la mirada antes de que su madre me descubra observando y ella resta importancia al hecho. Lo que sí sucede es que, para ver a su hijo, debió desviar la atención de un hombre con el que conversaba y que yo presumo que se trata, cuando menos, del padrastro del niño. Éste, a su vez, ve a la mujer atender las necesidades del niño y también resta importancia a la distracción de la que, supongo, es su pareja. Las razones por las cuales considero que el hombre no es papá del niño no son importantes tanto como definitivas, ya sabes, variaciones de tonos en la piel. Todo esto en un lapso no mayor de 2.5 segundos.

Y esos segundos sólo serían segundos perdidos de no ser porque encuentro que un joven apuesto observa a la pareja, más específicamente al hombre que, cuando éste mira a su mujer y ella, a su vez, a mí, el joven me observa y entonces yo no desvío ninguna mirada, sino que la sostengo. Sonrío, según yo, para mis adentros. Pero en las comisuras de mis ojos seguro que se percibió un brillo diferente, pues el joven también hizo una media sonrisa. Y digo media, no porque no terminara de concretarse: Era una de esas sonrisas que se hacen con los ojos antes que con la boca; de esas sonrisas que se hacen con la cara sin apenas mover los labios.

Por cierto que estamos en el aeropuerto de la Ciudad de México. Y en este lugar se puede hacer de todo: Pisarle las agujetas a una coreana para que se caiga, por ejemplo. Pero no se cayó, sólo anudó sus agujetas para que yo, finalmente, terminara follando en un baño, aunque esa es otra historia. Y digo otra porque, aunque se presume, a decir por lo que venimos explicando, que follé con el joven que miraba a la pareja, el tema que aquí nos atañe no es tanto el hecho de follar en el baño sino otras cuestiones. Y aunque, en efecto, la historia concluye así, el verdadero tema de todo esto es la poca seguridad que hay en los aeropuertos: Cualquiera se puede meter a un baño a follar sin la precaución mínima, de traer, por ejemplo, condón. Debería haber despachadores de condones en todos lados. No importa que los cobren como venta al menudeo, como impuestos aeroportuarios o que vengan incluidos junto con el cuartito para coger (porque esa es otra solicitud, además de la venta de condones, que yo redacté en la carta que envié al correo de quejas del AICM). Y es que, en el sentido estricto de las cosas, follar es más una cuestión de relajamiento, de conexión íntima entre dos personas antes que algo relacionado con la moralidad o con la reproducción.

¿Cómo se soporta esto? Fácil: Para que la vida se dé es menester recabar ciertos requisitos mínimos. A saber: Dormir, comer, evacuar y coger, lo que en lenguaje florido conocemos cómo hacer el amor. (Y luego dicen que el amor no tiene nada que ver con el sexo si cuando haces el amor es porque, precisamente, estás cogiendo).

Si nuestra premisa es aceptada (no entremos en detalles morales ni de costumbres, sino únicamente a lo concreto, a la razón pura que Kant arguye como el único camino para conocer la verdad), entonces vamos diseccionando esta verdad. Porque arriba decíamos que el sexo no se limitaba a la reproducción y ahora decimos que es nada más y nada menos que el mismísimo amor. Entonces, si para reproducirnos (al menos mientras no metamos en esto a los laboratorios) debemos coger, este acto adquiere una condición de necesidad natural, lo que en la pirámide de Maslow aparece en la base, es decir, junto a las necesidades fisiológicas.

Habrá quien argumente que para que eso sea efectivo debemos limitar el sexo para los asuntos de reproducción. A ellos les digo que los chilaquiles, el sumo de naranja, las gorditas de nata y el bistec en salsa verde, están prohibidos; pues el camino para subsistir es alimentarnos de las vitaminas y nutrientes necesarios que bien pueden estar contenidos en 200 gramos de carne, dos zanahorias, un poco de levadura y un chingo de espinacas. Que debemos dormir apenas unas horas al día y que cualquier siesta, cualquier dona de chocolate o cualquier chaqueta (mental o física) están prohibidas. Todo porque nos estamos limitando a aquella función en particular para la cual existe cada una de nuestras cualidades para sobrevivir como especie.

Así es como la coreana, que se agachó a anudar sus agujetas, nos daba una lección: Hacer una cosa a la vez, depositar su café en el suelo antes de anudarlas. La anciana: Que cuando te preocupes, lo hagas antes del accidente y no cuando ya se está evitando o, peor aún, cuando ya sucedió. El niño nos enseña, en este pasaje, que no importa lo que hagas, tú mamá siempre se va a enterar. La mamá nos enseña que no importa qué tan caliente estés, cuida tus cosas y a tu familia. El padrastro nos enseña que cuando la hembra se distrae, lo mejor es guardar silencio y esperar. Cualquier movimiento en falso puede poner en riesgo la noche de placer (a leguas se veía que bajando del avión tendrían sexo, lo que no sé es si esperarían a que el niño se durmiera o si en el mismo avión lo harían). Y del joven aprendí que si no puedes con el primero, con el segundo será una aventura. Y que en cuestiones de seguridad, al aeropuerto le falta mucho. Esperemos su respuesta al respecto de las 3 solicitudes que le hice: Máquinas despachadoras de condones, cuartos para contraer nupcias sexuales y una tarjeta de puntos para acumular, porque seguramente estos cuartos y estos condones, como vulgarmente se dice por ahí, no se van a pagar solos, y un plan de puntos puede resultar beneficioso para los usuarios.

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