Te levantas a poner, específicamente, una
canción. En mi caso le toca el turno al Segundo concierto de Rachmaninov,
porque cada quien se corta las venas como mejor le place. Tienes la libertad de
levantarte de estar acostado a prepararte algún platillo ralo,
de acompañarlo con un vino. Y para tu sorpresa,
te encuentras poniendo una melodía que te cala hasta los huesos con sus ondas
estremecedoras que te transportan a otro momento y a otro tiempo. Si alguien
pregunta cómo viajar en el tiempo, es fácil decirle que con la música. Pero
también los olores transportan y se te ha ocurrido acompañar tu platillo con un oloroso añejo que huele como a otro tiempo.
Ni siquiera estás seguro del
momento al que estás yendo, de lo único que estás seguro es que cualquier
momento es más importante que éste: Una mesa pálida, un vino brillante que
contrasta con el amarillo de los pimientos. Y en el ambiente, las ondas de
sonido que dan forma a una historia que tú te inventas. Pero esa atmósfera no
estaría completa si no fuera habitada por una persona, por la persona que
concibe y escucha la música. Por mí. Por la soledad que me acompaña en esta
comida.
A
ella —a la soledad— va dirigido el brindis que en silencio haces hacia la nada,
viendo la pintura de las paredes que te resguardan de la lluvia y del frío,
porque, ¿para qué otra cosa quiere uno la casa donde vive sino para protegerse?
Aquí el asunto es que le pusimos casa a los hombres, cuarto a las personas,
casa al perro y casa a los sentimientos. Guaridas para no sucumbir a las
inundaciones de emociones y a los tornados de amor. Comiendo solo, disfrutando
de una copa de sangre y del baño de los timbales, los violines y los platillos
reluciendo como transporte al pasado, a cualquier momento pasado donde la
soledad no fuera sino un concepto y no un estilo de vida; cumpliendo las profecías
de tu niñez acerca del futuro, de los sueños frustrados de un mundo imperfecto
que no se cansa de decir que las personas buscan a otras personas como un fin
supremo; y yo no me canso de afirmar que eso es mierda pura como oro molido.
Pero aquí estoy, al fin, escuchando la reproducción de lo creado por una
persona que ya no existe y que a su paso dejó música para que otros se transportaran,
con nostalgia, al pasado: A cuando hemos sido “más felices”. Porque ser feliz
es haber aceptado que algo era bueno, que se estaba bien con determinada cosa,
que se sentía bien amar a una persona.
Pero el amor nos enseñó que toda vez que
se ama, el corazón sangra, como si cada latido dirigido a una persona derramara una gota de sangre irrecuperable. Como irrecuperable es la dignidad
de los amantes desesperados que ruegan porque no los dejen. Y para no rogar,
mejor nos metemos a la casa, a escuchar una canción que nos estremezca, que nos
recuerde cómo se sentía ser feliz, que nos proteja de lo que una vez fue y nos
dolió tanto, de lo que nunca ha sido pero que dicen que duele mucho, de lo que
está más allá de nuestro entendimiento, de lo que no es como queremos, de lo
que, ni teniendo la fe entera, se cumple. Viviendo al garete del tiempo, al
ritmo que la vida, el sistema y los hombres han marcado. Somos vestigios de un
intento de ser hombres, de ser personas. Un día fuimos brujas quemadas, herejes
señalados por un pueblo, otro día eres un Godinez del siglo XXI tan nefasto.
Nefasto el siglo y nefasta la gente: Que además de vino, además de la música
que no comparte, no sufre la soledad de los amantes viejos que en sus lejanías
componían versos de muerte. Porque el hombre resguardado en su teclado moderno,
en su pantalla que es la puerta a su universo nuevo, donde está intacto,
sereno, aventurado, pero a salvo; no quiere amar, no soporta ser amado.
Maldita la hora en la que a alguien se le
ocurrió decirle a la gente que era perfecta, que era única, que lo valía todo,
ahora nadie quiere valer menos y lo que vale se mide por cómo encaja en un
molde: Qué toma, qué escucha, qué viste, qué hace con su cuerpo. Cómo siente,
cómo vibra y cómo piensa del amor, son preguntas que nadie quiere
hacerse, que nadie está dispuesto a responder, porque la experiencia nos ha
enseñado que sólo trae tragedia quien aventándose se suelta. Lo mas inquietante
es que esa tragedia, que da notas al vino, al piano, a los recuerdos, es la
eterna droga que nos negamos a aceptar que nos vuelve locos y que, por nada
queremos volver a probar, para poder comer solos a gusto y sin silencio.
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