Como doctor en letras tengo que reconocer, no sin copia de vergüenza, que vine a conocer las greguerías muy tarde en mi formación literaria. Precisamente terminaba la tesis de doctorado cuando, de camino a Monterrey después de las vacaciones de invierno, por única compañía llevaba yo un libraco que hacía años me habían regalado y no había tenido la intención de leer jamás. Sin embargo, como de ordinario acontece en estas situaciones, ante la falta de una mejor actividad en el viaje, me dispuse a darle muerte bajo la premisa, siempre pretensiosa, de que no tendría mejor tumba que mi pensamiento. El libro en cuestión, pues, era Imaginaria laguna, una lamentable antología de gente que sin conocimiento alguno se había decidido a financiarse una publicación, solamente porque podían hacerlo.
Habré de destacar que durante mis años universitarios serví de secuaz al innoble Felipe Montes, bajo cuyo amparo participé y supervisé más de una de esa suerte de execrables aglutinaciones de escritos mal concebidos y peor ejecutados, pero sobre eso ya dedicaré otros párrafos un día… si quiero… El caso es que este tipo de opúsculos no me era ajeno y con cierta nefasta intención me propuse a escarbarle algún valor. Para mi sorpresa, el volumen era rico en este género de lo micro, la greguería, y el tallerista, cuentista consagrado, en el prólogo amable que le dedicó a esos medios mecenas que acudían a su taller y habían con toda seguridad corrido con los gastos propios de la autopublicación primeriza, exponía la peculiar inclinación de sus pupilos:
El imaginario de los autores coahuilenses se ve re[f]lejado en La Laguna, por los textos vemos pasar destellos del desierto, atisbos de la cultura china, aleteos de aves acuáticas, rayos de sol ardientes, gotas de sudor que caen sobre lechuguillas, biznagas, nopales, mezquites. Pero más allá de las notas locales que ubican y dan presencia a la Comarca Lagunera, los autores nos entregan textos de universalidad literaria. Los personajes, variados en edad, condición social e ideologías, son ciudadanos del mundo a los que les tocó narrar desde las espejadas aguas de La Laguna, cada uno con su visión particular, pero con la fuerza de los arquetipos ancestrales gritando dentro de ellos.Con cierto escepticismo, busqué si en efecto existía tal cosa como la greguería y si, como afirmaba el tallerista, eran definiciones. Mi sorpresa no tuvo consuelo cuando, tras una rápida googleada, apareció el nombre de Gómez de la Serna coronando un peregrino, si algo infantil, volumen intitulado Greguerías. ¡Existen! ¡Vive Dios! ¡Existen! Para colmo parecía todo apuntar a que podrían concebirse como definiciones hasta que, para regocijo de mi natural pedantería e inclinación a señalar los errores ajenos, vine a encontrar una colección dellas que poco o nada tenían de definitorias: «A las doce las manillas del reloj presentan armas», «La noche que acaba de pasar se va al mismo sitio en que está la noche más antigua del mundo», «Cuando está el armario abierto, toda la casa bosteza», «El agua se suelta el pelo en las cascadas». No obstante, para ser justo, habría de reconocer que en su mayoría son definiciones encubiertas por una especie de referencialidad perversa, como si el conceptismo quevediano con su catacresis se hubiese desnudado ya de todo lo inservible y solo las características relacionadas restaran en un famélico concepto: «Los pingüinos son unos niños que se han escapado de la mesa con el babero puesto», «El Pensador de Rodin es un ajedrecista al que le han quitado la mesa», «Lo peor de los pobres es que no pueden dar dinero», «Los ceros son los huevos de los que salieron las demás cifras», «El búfalo es el toro jubilado de la prehistoria».[2]
Y esto se potencia aún más por la variedad de formas literarias en que se presenta la antología, aunque todos los textos se podrían clasificar como narraciones de corta extensión, podemos encontrar desde cuentos de mediana longitud hasta los microcuentos (textos resueltos en unas cuantas líneas) o bien, las greguerías (definiciones literarias cargadas de humor), género que tan magistralmente trabajó Ramón Gómez de la Serna.[1]
Ante esta peculiar manera de escribir, profundamente relacionada con las ansias vanguardistas de los años treinta y cuarenta, no pude sino pensar que lo que ahora se llaman «tweets» no son sino formas especializadas de este género. La mayoría de las greguerías de Gómez de la Serna, por ejemplo, apenas tienen los obligados ciento cuarenta caracteres, además los mentados gorjeos del pajarito azul por lo común, en el día a día quiero decir, buscan un efecto quasi cómico, cuando no se les da el uso de una mensajería telegráfica gratuita. Y lo imprescindible es que no se trata de ficciones, minicuentos ni otra suerte de composiciones de complejidad estructural mayor. A la postre el microrrelato ha menester estructura para ser tal.
Al fin todo esto ha servido de prólogo para las microficciones que he compuesto y que, por no querer atosigar demás, compartiré en una entrada futura. Mas no quisiera dejar de señalar que, sin duda, el triunfo mayor de Ramón Gómez de la Serna no fue haber roto las convenciones de su tiempo, ni haber legado una prolífica obra literaria muy apreciada por hispanistas y filólogos, sino haber inventado el Twitter cuando el ordenador personal y la Internet no eran sino sueños perdidos en la mente de un lunático con manía de comunicarse.
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