Un día dentro de la angustia

La angustia, frecuente compañera desde hace años, hoy ha venido a visitarme.

Algunas veces pienso que no se marcha, sino que nos dejamos en paz; yo no la combato, ella no me altera, nos podemos abrazar sin apenas saber que estamos ahí, el uno al lado del otro.

Sin embargo, hay días que pasan completos sin que tengamos noticia mutua, como si simultáneamente hubiéramos muerto y al fin pudiéramos descansar de la carga que nos suponemos.

A la angustia le gusta ejercer su tiranía bruta y le molesta la oposición. Yo, que de natural amo la paz, no obstante, albergo siempre dentro de mí un amigo que es iracundo y fiero, sediento siempre, siempre amargo, ansioso de mostrar al mundo su soberbia y su rigor. Éste que sojuzgado a imperios discordantes me deja llevar la rienda por doquiera que le conviene no tolera en modo alguno a la angustia y, preocupado a veces por lo que pueda ser de mí, con férrea voluntad se le opone y la maltrata y yo se lo permito, ora gozoso ora suplicante que acabe de una vez con la maldita angustia.

La angustia es un ruido ensordecedor, me envuelve a veces; yo, mi amigo, la acallamos, la desenvolvemos, pero vuelve a veces cuando la fatiga me envuelve.

Esta mañana ha arremetido, furiosa, y yo he luchado sin dar muestras de vencer hasta que he visto que se retira.

Su ruido se opaca, extenuado de sonar y de no romper el hierro de mis compulsivos decretos que le anulan.

Barro el campo, me barro a mí mismo, pero me siento frágil.

El fin de semana me ha dejado tembloroso y hambriento.

Quiero que el ruido cese para siempre.

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