No le tenía miedo a
nada. Aquella mujer de historia peligrosa le pertenecía a la noche. La
oscuridad la envolvía con todo su peso, como un cómplice que borraba las
huellas de su paso. Huellas de esa voluptuosa figura perdida en
tre los focos, enfundada
en un vestido de lentejuelas temblorosas que le coquetean al viento de la
ciudad.
Magnolia siempre tuvo
contenida esa energía femenina que sólo entiende alguien que la añora. Siempre
quiso que el cuerpo hablara por sí solo de su deseo. Calcinante y abrumador, deseo
engendrado en la contradicción.
Esa noche era especial.
La atmosfera parecía dar cuenta de lo que estaba por venir. Era tiempo de pagar
una vieja cuenta. Era una noche de facturas, de cobros, el fin de los meses sin
intereses, la noche del pago, la noche
de la deuda, de esas que dibujan nuestro paso por la vida, de esas que significaron vender el alma, la carne y
los huesos. Esas que nos regresaron ritmo a la respiración, pero que nos
quitaron todo. Una extensión de la vida que de a poco se convierte en muerte.
Magnolia salió
serpenteando ese cuerpo que le ha costado tanto. Tomó un taxi en la esquina de
la calle No me olvides, escuchaba el
sonido de las sirenas del cuartel de bomberos, una ambulancia que apresuraba su
paso para llegar al hospital y ella imaginó mil historias antes de subir al
coche. Cerró los ojos y subió.
Pensaba en ese cuerpo
tendido en el asfalto, lleno de sangre y vomito de alcantarilla, lleno de
muerte, lleno de culpa. Sus lágrimas se pintaron del negro de ese rímel barato.
El taxista miraba de reojo por el retrovisor, sus ojos se clavaron en el llanto
de aquella débil mujer de un.metro.noventa.
Agachó la mirada.
Se bajó del taxi
siendo otra, empapada de los recuerdos que la condenaron y caminó como si la calle
fuera suya. Lo era. Entró en ese bar que
la recibió como familia. Todo se hizo lento, oscuro, nebuloso. Llevaba esa
bolsa de charol naranja, vestida como una reina, con ese olor a rosas en su
escote de plástico que le regalaba tantita feminidad.
Un recuerdo congeló el
tiempo unos segundos:
El cuerpo de Tito
estaba en esa vieja calle de barrio, apuñalado por su propio hermano: Manuel.
Esa fue la última vez que se burlaron de él, la última vez que le recordaron
quién era y para qué había nacido. Sólo Darío, el amante de Manuel, estaba
allí. Borja, un borracho de vecindad
y cantina pasaba por allí tambaleándose
entre la escena.
Manuel y Darío se
miraron. Sus miradas encendieron en sus almas una aberrante decisión. Le
dijeron a la policía que Borja había matado a Tito para robarle, para seguir
alimentando su inmunda adicción. El mundo se acabó para siempre por un momento,
sin lógica.
Manuel se convirtió en
esta bella mujer que hoy va a terminarlo todo.
Había matado a su
propio hermano y habían culpado a alguien más. Pero no vieron venir la astucia
de la oscuridad en una noche peligrosa. Félix
lo había visto todo, pero en ese tiempo era un niño. Ahora tenía muchos más
años, había retorcido sus caminos y era el tipo más respetado de esta puesta en
escena. Era un tipo de temerse, “el
negro”, le decían. Le dirían por última vez.
Félix había olvidado
muchas cosas, por lealtad subterránea, por conveniencia, para expandir su
negocio, para ser el cabrón más peligroso de la ciudad. Todo hasta que Darío se
interpuso en su camino. Nuestros personajes no van a la policía a acusar al
otro, no. Ellos tienen códigos propios para cobrarse las traiciones. Para
destapar las cloacas sobre las que su oponente se hizo leyenda. Darío lo
pagaría porque Borja había sido un buen amigo y un tipo sin culpa. Darío
pagaría mientras encontraban a Manuel, de quién no se ha sabido nada desde
entonces.
Pero no puede tenerse
todo en la vida, una cosa le hacía falta a Félix: una mujer como Magnolia. Ella
lo conocía, sabía quién era, quién fue.
Se burló de él con ese cuerpo que escondía lo que él buscaba,
venganza. Siguió al negro a los baños, caminó
como flotando en esos enormes tacones, cerró la puerta con seguro, se puso
junto a él e hizo del baño como el hombre al que esconde frente a la
incomodidad de Félix, que se sintió asqueado.
Sin esperar y sin
avisar, Magnolia sacó de su bolsa una navaja y se la enterró en el corazón.
Igualito que a su hermano. Sus ojos eran enormes y hermosos. Al tenerlo tan
cerca en ese momento revelador que era la antesala de su muerte, lo supo: ella
era Manuel. Ella es Manuel. Ella fue Manuel. Siempre Manuel.
Nuestra mujer salió de
allí con más clase de la que entró. Darío la esperaba en un coche en la esquina
del bar. Avanzaron lento, como tentando
a la suerte, bajaron los vidrios del coche y sacaron las manos, tocaron al
viento con lentitud. Eran culpables,
pero se fueron libres. Libres, aferrados, perdidos entre las luces de la
ciudad.
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