Para escuchar con un bolero.
Los tacones
de René llenaban el vacío de la calle con una estridencia que marcaría el ritmo de la noche. Caminaba cansada tentando a la suerte, harta
del peso de los días que nacían y morían sin que algo extraordinario sucediera.
Quería una cerveza. Entró a una pequeña cantina escondida en una esquina
empedrada que se erigía orgullosa y solitaria como un oasis en el desierto en
el que aquella ciudad se convertía por las noches.
Era un lugar legendario, de él se decían muchas
cosas a las que ella nunca tomó
importancia. Nunca perteneció a esos lugares, ni le gustaban; pero estaba
cansada y quería una cerveza. Allí dentro un hombre sin nombre iba ya en la
segunda botella. Ocupaba el centro de una mesa enorme llena de gente,
vociferaba, hacía ademanes, pedía más alcohol, exigía con cada acto ser el
centro de atención.
Cuando René
atravesó la puerta, límite de la cordura, Él se sintió atraído por ella con una fuerza extraordinaria, fuerza que
condena los encuentros casuales. El hombre sin nombre la miró como se mira por
primera vez algo con lo que se ha soñado antes: con deseo y con pudor, con
tierna y serena lujuria.
Ella puso
los ojos en sus ojos más del tiempo que un tipo como ese podía soportar sin
sentirse provocado. Al mirarlo, le enfermó su egolatría, y pudo también
olfatear el peligro combinado con el perfume que se escondía debajo de su
camisa. Ese hombre no se parecía a todos los hombres, algo había en su porte y en
su ruido que le hicieron ver una debilidad subterránea que le llamó la
atención. Peligro.
René tentaría
a la suerte de nuevo. Había llegado a ese lugar por la mera intuición que se le
despierta a una mujer después de las
nueve de la noche. Cuando la oscuridad se hace posible. Lo miró fijamente con
todo el brillo de sus ojos, con sus pestañas barrió la mirada más avasalladora
que aquel tipo había visto en mucho tiempo y salió del lugar.
Esperó
afuera mientras el frío la cobijaba con crueldad. Se había convertido en una
mujer paciente. De pronto, el hombre sin nombre apareció junto a ella. Buscando
un pretexto para conversar. La noche era vieja y mojada. La lluvia se hizo
notar y con su cortina de agua les armó el escenario perfecto para seguir
jugando.
Él le ofreció un cigarro. Ella lo rechazó.
Tenía frío. Ella le dijo bésame. Él la besó.
Dicen que
besar a un hombre se parece a salvarlo. Puede ser.
Puede no ser. Besar a un hombre también se parece a hundirlo, a envenenarlo. A
hundirse y a envenenarse con él. Besar a un hombre significa perderse en un
momento congelado e infinito que no va a tener marcha atrás. Nada vuelve y a
veces nada va.
Esa distancia
apenas perceptible antes de dar un beso es la más grande de las distancias. El beso terminó. No se miraron después de eso, pero él le
acomodo el cabello que al aire le había alborotado con elegancia.
Ya no tengo corazón, llegaste tarde.
Le dijo el hombre sin nombre como si durante años hubiera estado esperando a
quién decirle aquella frase. Pero a ella
no le interesaba estar con un hombre que tuviera corazón. ¿Es que alguno lo
tenía? Estaba acostumbrada a los miedos, a las armaduras, a los rechazos. Era
aquella afirmación un completo NO disfrazado de poesía. Un límite bien marcado
entre las cosas que podrían suceder y las que no. ¿Qué hace una mujer cuando ha
sido despreciada? Marchitarse. Poco a poco.
No hay opciones
ni caminos que te salven del deseo, ambos lo sabían, por eso decidieron caminar
en un común acuerdo que firmaron cuando su beso terminó, como si las palabras
no hicieran falta. Porque somos animales enjaulados en el mito de la
civilización, pero nuestros cuerpos hablan y se entienden en su peculiar lenguaje.
Recorrieron
esa calle que parecía una serpentina de
cemento. Las luces de los charcos les reflejaban en la mirada. René caminó con
él, entró a su casa con él, hizo el amor con él, durmió con él. Despertó con
él.
Ya no tengo corazón, llegaste tarde.
Esas palabras le pasaron por la mente como una ráfaga de hielo. Descubrió de
nuevo el no, el miedo, el límite imposible de atravesar, el cansancio del
hombre sin nombre. Un chispazo en el corazón le recordó su esperanza y aquel
hombre dormido estaba cansado de todas las formas en las que un hombre sin
nombre puede estarlo.
El sol
rasguñaba la ventana.
Ella aún
tenía corazón y supo irse a tiempo.
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