Cuitas de Cocina Económica, No. 14

Paola Rojas daba sus súper alarmistas notas en la televisión cuando llegué a sentarme en una de las mesas del medio. Sobre el mantel descansaba el papelito con la oferta alimenticia del día: pollo frito con verduras al vapor y bistec en adobo, así como la sopa y el arroz de toda la vida. Opté por el bistec acompañado de un poco de arroz a un lado. "Con gusto, joven", me dijo sin gusto alguno la señora de la cocina económica y un par de minutos después estuvo de regreso con uno de esos enormes platos blancos en los que sirve la comida, no sé si porque los cree muy bonitos o para enfatizar lo miserable de sus porciones; el bistec y al arroz, bañados en una salsa más negruzca que apetitosa, lucían diminutos al centro de la loza y me supieron ídem. Puesto que no comí tortilla, me terminé aquello en cuatro o cinco raciones y hube de beberme cuatro vasos de agua de naranja para hacer creer a mi estómago que había sido suficiente. Rechacé el postre, que no era sino la misma gelatina de todos los días, tan diluida que sabe más dulce el aire limpio.


¿Es posible salir de un restaurante o cocina más hambriento de lo que se entró? Sí, y ello es tanto más triste cuando has suprimido de tu dieta el pan, la tortilla, el azúcar y cuanta golosina se pueda imaginar. Mi vida, lector, no es menos que miserable en este momento, por eso tú, que comes en un lugar decente o te deleitas en casa con la buena comida de tu madre, eleva la mirada y da gracias al cielo, sabedor de que un desdichado y malcomido escritor te envidia.

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