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Sesión de estudio independiente
Por Tuzo Pillo Hora 09:16 0
El día de hoy, merced del cansancio y la poca disposición de asistir, he llegado a mi clase con ánimos de estar solo. A estas alturas del semestre mi objetivo tendría que cumplirse porque de acuerdo con el calendario estas sesiones se destinan al estudio independiente de los alumnos; mi papel se reduce al de simple espantapájaros o monigote presencial que solamente vela porque hayan venido para que en el sistema se registre su asistencia. No obstante, la coordinación académica determinó que el estudio independiente se orientase sobre la base de una actividad —gratuita toda ella como la persona que encabeza dicha coordinación— que tiene por objeto sintetizar los ya de por sí aberrantemente sintetizados períodos de la historia de la literatura que se abordaron durante el semestre —conjunto de cuatro meses, para quien no sepa contabilizar el tiempo a lo mexicano— en unas inútiles tablas.
La actividad por sí misma es sosa y cualquier ser humano con el mínimo de preparación es capaz de realizarla en menos de cuarenta minutos, no tiene ciencia alguna y, por si fuera poco, para evitar que el tiempo se desperdicie en búsquedas prolongadas y fatigosas, en la plataforma del curso están colocadas lecturas con toda la información necesaria para el llenado de las famosas tablas. No se necesita más que abrir los archivos y vilmente trasvasar la información de un lugar a otro, ¡ni siquiera hace falta analizar lo que se está transcribiendo!
¿Qué objeto tiene que cuente esto? ¿Por qué refiero lo que acaba de ocurrirme en el aula? Sucede que hoy me he enfrentado a una situación que, ingenuo de mí, creí superada gracias a mi insistencia en la importancia de leer instrucciones y pensar un poquito, lo mínimo, para sacar adelante cualquier tipo de actividad. Me disponía a entrar en el placentero estado comatoso de quien está sin estar, cadáver vivo en mitad del aula, mientras discurría el tiempo y concluía la sesión cuando una pregunta surgió, una duda inocente, diáfana, pueril: «¿Qué tenemos que hacer?». Las instrucciones no necesitaban mayor explicación, cualquiera que supiese leer las habría entendido, pero mis alumnos, de quienes ahora dudo que hayan adquirido esta habilidad, no pudieron.
Mi respuesta, cargada de hastío: «Hay que llenar las tablas».
La consternación en sus miradas, de ordinario ausentes, fue el preludio a una clase en la que no importarían mi cansancio ni mi fastidio, tendría que ponerme en el papel de educador de preescolar: «Lee las instrucciones. Hay que buscar información».
Y entonces se sucedió la marejada de interrogantes que no me dejaron estar en paz durante el resto de la hora: ¿dónde busco? ¿Puedo usar Wikipedia? ¿Cómo escribo Romanticismo? ¿Qué es el Barroco? ¿Puedo poner a Flaubert en el Naturalismo? ¿Cómo se llama la escultura donde hay un hombre así? ¿El contexto histórico va en la columna que dice «características del arte» o en la que dice «contexto histórico»? ¿El siglo XIX es el mismo que el XVIII? ¿Quevedo es pintor o escritor? ¿Tengo que poner las fechas de las obras? ¿Qué pasa si no me acuerdo de la obra ni de quien la escribió? ¿Para cuándo es esto? ¿Está bien si pongo que en el Romanticismo el arte reflejaba los ideales románticos? ¿Voltaire era neoclásico o ilustrado? ¿Por qué Realismo y Naturalismo vienen juntos?
Sentí que el vacío existencial se formaba entre mis entrañas de nuevo. Todo lo había dicho en clase, todo lo habían leído —en mi imaginación, claro está—, todo eso que preguntaban no podían ser dudas reales. Miré desesperado alrededor tratando de encontrar la cámara escondida de un inmisericorde programa de vacilón que tenía que estarme gastando una mala pasada, me pellizqué lo más fuerte que pude para corroborar que no me encontraba en una de esas pesadillas insoportablemente vívidas, incluso me pregunté si acaso había enloquecido, pero al fin tuve que aceptar aquello que me rehusaba a admitir: mis alumnos son pendejos. Pendejos con pe mayúscula de «¡Putísima madre por qué son tan pendejos!».
Lloré por dentro mi agonía hasta que llegó el fin de la sesión y, de súbito, al escuchar el reloj que anunciaba la nueva hora, como si solo hubieran salido de su eterno embobamiento para torturarme, volvieron a su dormición de autómatas devoradores de almas y, sin el menor atisbo de preocupación por las dudas con que me atosigaban sin cesar, se fueron.
Otra vez estoy contemplando el suicidio.
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