Colaboración especial. Texto de José Luis Dávila
Me preguntaron si creo en el amor. Me pidieron dar una respuesta larga y bien explicada. No lo pude evitar: creer, ese es mi primer problema. El amor existe, sí. No dudo que las emociones existan. No soy esa clase de persona mamona que les dice a todos que el amor no existe, que las emociones están sobrevaloradas, que todos deberíamos ser tan fríos como para congelar con la mirada cualquier cerveza que lo necesite. Sin embargo, tampoco estoy en el otro extremo, en el idealismo imbécil, en el sentimentalismo idiota. El amor, repito, existe, pero su existencia no está limitada a la práctica de tarjeta de Hallmark que se vende en Sanborns, no está enmarcada en las relaciones de pareja perfectas ni en la falsa romantización de la vida.
Pero la existencia del amor no es el problema. El problema es la palabra “creer”. Yo no creo. Pero no creo porque no crea, sino porque creer es una cosa horrible, de las más horribles que se puedan imaginar. Creer es el sometimiento de la razón a la dictadura de la incertidumbre. Creer es menos que tener fe porque la fe parte del conocimiento de una razón, a veces única, para tenerla: la confianza está implícita en la fe, y si se confía, aunque aquello en que se confíe pueda no existir –sea el caso, por ejemplo, de dios, cualquier dios–, estamos haciendo uso de un argumento para defender esa fe. Al contrario, creer carece de argumentos. Creer es irse a la deriva para navegar en el Teignmouth Electron hasta el suicidio que redima de los errores de haber creído.
Además, los creyentes son unas de las personas más fastidiosas que yo he conocido. Vamos, no se hacen llamar por algún apelativo referente a la fe, sino a creer. Ellos creen, el cual es un acto pasivo-agresivo, creen y esperan que tú creas. Y son creyentes de cualquier cosa: de la religión, de la política, de la ciencia, de Star Wars, etc. En cambio, el que tiene fe se basta a sí mismo para tenerla, porque su relación es de confirmación con el objeto en el que confía, y no necesita, al contrario del creyente, de la repetida autentificación de su creencia por parte de externos porque el comportamiento del creyente está en función de cuantos pueden sumarse a su causa.
Entonces, “creer” dentro de una pregunta como esa me resulta aberrante. Creer es un acto lleno de falsedad, un acto incompleto. Pero todos lo hacemos, de una u otra forma, consciente o inconscientemente, creemos. Nadie está libre de ese pecado. Repito, yo no creo porque no crea, sino porque creo, y como creo sé lo que es creer, sé lo que es carecer de fundamentos para aseverar cosas, para actuar de cierto modo. Es inevitable, puede ser que esté hasta en nuestra naturaleza.
Pero tampoco es tan malo, porque de creer se puede aprender. Creer es parte de equivocarse, y de los errores se aprende más que de los aciertos. Por eso creer es horrible, porque es parte del proceso de crecer.
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