Ingenuidad para la paz

Los recientes acontecimientos en París están en boca de todos estos días, no es para menos; se trata de uno de los golpes más alarmantes al corazón de Occidente desde las Torres Gemelas. A raíz de esta situación, el auditorio ilustrado se habrá dado cuenta ya, innumerables posturas han saltado, algunas exigiendo las cabezas mahometanas de los perpetradores, otras incitando a la oración y, no podían faltar, por supuesto, los defensores de la moral desde la alteridad, que han visto en los ataques del Estado Islámico el escarmiento que se merecen las potencias que han ido a masacrar a la paupérrima gente del Oriente Medio; a la par ha surgido una serie de individuos, todos comprometidos con la causa de la vida, que propugna una paz ilusoria con la esperanza de que el mundo se arregle colocando banderitas francesas en sus perfiles en red y pidiendo que se acabe la violencia porque, está claro, solo genera más violencia.

Perfil solidario con Francia recibiendo la noticia de que su ayuda ha sido valiosa.

Sin duda es conmovedor encontrarse con posturas tan elementales como las anteriores, no obstante, que la gente se decante tan fácilmente por uno de tantos lados es la fehaciente muestra del fracaso de las ciencias sociales como materia curricular y como generadora de conocimiento útil para el mundo. ¿Por qué lo digo? Porque cualquiera con el mínimo conocimiento de Historia, Sociología o, más cabalmente, Antropología sabe que el asunto es demasiado peliagudo y los reduccionismos son quizá más peligrosos que un yihadista suicida en una salchichonería.

Si por una parte, para comprender lo que está ocurriendo, habría que pensar que el ataque a Francia y el posterior bombardeo sobre Siria son una trifulca de desquites, lo cierto es que en esta conflagración que ya tiene tintes de ser la tercera que sacude al mundo se trata de simples episodios; de la guerra, sin embargo, nadie parece haberse enterado bien a bien cómo va. Los tiroteos y las bombas en París no han sido ni por mucho las situaciones más atroces de nuestra historia (ni siquiera de la historia de esa ciudad o ese país), pero la molicie imperante en nuestro siglo nos hace ver con ojos de extrañeza y horror algo que ocurre de manera cotidiana en los infradesarrollados países de la América iberoide, así como en varias partes de África y en esas islas perdidas que nunca figuran en nada cerca de Oceanía. El mundo es pequeño y para los conflictos mucho más.

Aquí no se va a hacer un análisis sopesado de estos hechos que, cabría apuntar, se están tratando como si fuesen aislados e iniciales cuando pertenecen a una cadena de sucesos más larga y vieja de lo que se quisiera creer. Lo que busco es expresar, para quien me lo quiera leer, una de tantas obviedades para las que sirven estas entradas: que los caminos para la paz no pueden ser ingenuos y, desafortunadamente para muchos, suelen tenderse solo cuando la guerra ha pasado a allanar el suelo primero.

Muestras de repudio a los atentados de Francia.

Para empezar la violencia no es un ente que se engendre, es una actividad humana que no se genera a sí misma. En el ámbito interpersonal se nos ha inculcado que no debemos reaccionar violentamente ante quienes nos agreden —y cuando digo «nos» me refiero a quienes hemos crecidos en países occidentalizados y cristianos—, porque las doctrinas filosóficas, políticas, religiosas y sociales de nuestros contextos cotidianos se han orientado sobre todo a mantener al individuo en santa y gozosa mansedumbre. Está claro que el Islam, si promueve la paz, lo hace siempre dentro de los términos terrenales convenientes, pues también recomienda la lucha cuando se considere menester (y supongo que el hecho de que bombardeen tu terruño, asesinen a tus líderes políticos y religiosos y te expropien tu petróleo puede considerarse un motivo para, cuando menos, armarla de tos). Más todavía, se nos ha enseñado que quienes tienen que mancharse las justicieras manos de sangre ajusticiada son siempre otros, nuestros líderes, nuestros soldados, nuestros policías; si no somos parte de estos sectores no es nuestro problema y solamente nos queda aguantar vara. La mentalidad arábiga es diferente: la solidaridad es un concepto asaz complejo que involucra una peregrina poractividad para procurarla y mantenerla, en otras palabras, su vida no se fundamenta en una esperanza contemplativa sino activa y voluntariosa.

Aquí conviene hacer hincapié en un hecho adicional. No faltan los ateos imbéciles —hay muchos tipos de imbéciles en el mundo, éstos son ateos, que aunque parezca pleonasmo no lo es— que señalan la religión como causante de los problemas, contribuyendo con su oportuna melonada a generar más situaciones de odio y agresión, sin advertir que replican el modelo tóxico que le imputan a otros sistemas de creencias —les guste o no, su elección es también uno y no opera muy distinto del cristianismo, el judaísmo o el Islam, por citar los ejemplos más sobresalientes en el tema que tratamos hoy—, y sin postular algo que genuinamente mejore la vida del hombre. No es la religión, que también es un importante quehacer humano, la causante de los conflictos sino el choque de perspectivas antropológicas. Para el occidental, después del siglo XVIII, lo relativo a las creencias quedó supeditado a la esfera de lo personal, de lo electivo y se intentó desplazarlo de la base de verdad de la que ha partido; para la mente arábiga es incompatible vivir en una realidad que asume que su causa primera es una asunción individual, dicho de otro modo, mientras el occidental cree en algo, el árabe es en algo.

Veladoras por los asesinados en el teatro Bataclan en París.

El problema, entonces, no proviene de las distinciones entre la concepción de la divinidad o la sistematización de la creencia, sino de la experiencia vital en su amplitud completa. Son dos formas de concebir y de experimentar el mundo completamente diversas las que están chocando y buscando instaurar un balance por medio de la hegemonía. Si de esto se trata —cuidado, que estamos haciendo aquí un reduccionismo— ¿no existen otras vías para solucionarlo? Sin duda existen; la diplomacia nunca ha sido más necesaria, por ejemplo, y está históricamente demostrado que el diálogo intercultural es posible y provechoso, pero el resto de los intereses que aquejan a cada parte involucrada impiden que se busque el bien común. Esto tiene tintes de teoría de la conspiración, pero en realidad no son descabellados: a cada potencia involucrada le interesa sacar su provecho de las conflagraciones en Oriente Medio y en cualquier parte del mundo donde se pueda. Lo de Francia es un acontecimiento precisamente porque ha ocurrido en uno de los países europeos más representativos (y también uno de los más fácilmente atacables), es un acto bélico y simbólico. ¿Por qué Francia ha preferido bombardear en vez de sentarse a negociar? Creo que va más allá de un asunto de honor o de justicia; es un asunto pragmático: la negociación implica retirarse de Oriente Medio, abandonar las riquezas petrolíferas y las posiciones estratégicas para irse en paz a pescar en el Mediterráneo, ¡en paz! Sí, pero ni Francia ni Estados Unidos ni Rusia quieren paz, quieren poder en la zona y el poder —la bondad, la justicia y todo lo bueno imaginable— será para el ganador. Ocurrió en la Segunda Guerra, ¿en realidad creemos que no vuelve a ocurrir hoy?

En lo personal la guerra me resulta horrenda, pero es necesario que nos dejemos de perogrulladas como las de Becerra-Acosta que, como buen idiota moral, ha escrito rechazando la crudeza con que se acepta un hecho como el homicidio. Las sensiblerías no van a conducir a nada bueno; hay que saber condolerse, pero también hay que saber tomar decisiones y actuar. La guerra ya lleva años librándose, pero hasta ahora nos enteramos porque nos vino a tocar cerca esta vez. No obstante por el bien de todos, por muy humanos que seamos, esperemos ver erradicado el Estado Islmámico —lo que significa, le cale a quien le cale, ver erradicadas a las personas que lo conforman—, de lo contrario, ya vamos eligiendo qué nombre adoptaremos cuando haya ley coránica universal.

Yo me llamaré Jamal.

Hicham Chaib, verdugo y policía coránico del Estado Islámico.

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