Por fin el sol alumbró
allá por Cervecería;
La Tilica apareció
con una guama bien fría.
“Vengo a ver a don Eugenio,
por fin le llegó la hora;
los libraré del mal genio
de este empresario malora”.
Mirando a uno y a otro lado
halló empresas por doquier
y un colegio malogrado
con chicas de muy buen ver.
Pronto encontró a don Eugenio
pendejeándose al rector.
La Muerte con mucho ingenio
dijo: “¡Basta, por favor!
”Oye, Eugenio Garza Sada,
se acabó tu dirección:
¡infringiste, malhadada,
tu propia regulación!”.
El viejo regiomontano,
sañudo, feo y ceñudo,
gruñendo apagó su habano
y le contestó harto rudo:
“Mire, señora Huesuda,
a mí nada más me lleva
—y que no le quepa duda—
si contra mí se subleva
una de tres condiciones:
que la Trinidad lo mande
—a eso no doy objeciones—,
que ante la vida me ablande
y yo mismo la renuncie,
o la voluntad mayor
con solemnidad anuncie
que mi más grande inversor
ha decidido correrme.
Y eso sólo ocurrirá
si embrollado llego a verme,
aunque muy mal sonará,
en uno de estos dos casos:
que haga una gran pendejada
o, descuidando mis pasos,
otra fuera duplicada”.
Replicó la Calavera:
“Las tres cosas se han cumplido:
ha finalizado tu era,
tus socios ya te han suplido
—de eso Irma ya me informó—
y gran pendejada has hecho
cuando esta escuela se abrió.
¡Al cajón ya vas derecho!”.
Así dijo La Tilica
y allí mismo lo enterró.
Y aunque Eugenio despotrica
en el Campus se quedó.
Hoy los nuevos paladines
del futuro emprendimiento
lo pisan en los jardines
sin el menor descontento.
Y no prosigo adelante
porque aquí se ha terminado,
con humor muy “elegante”,
la calavera al finado.
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