Étymos ✏︎ camellón

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¡Bienvenidos sean de nueva cuenta, amantes de la lengua, a esta su sección en la que exploraremos con lujo de detalle el origen de las palabras! En esta ocasión traemos una voz poco común pero de vigor usual inusitado, se trata nada más y nada menos que del célebre vocablo camellón, sobre cuya reflexión habremos de comprender muchos misterios que antes, ora por la oscuridad del intelecto humano ora por la desidia no se nos alcanzaba con la claridad que tan inmerecidamente en los compendios se le ha negado, como quien por virtuoso es desdeñado de los indignos y malhechores, al más puro y prístino estilo de las Sagradas Escrituras. Sin dilaciones, pues, alleguémonos a abrevar de las fuentes de conocimiento que hoy sus aguas nos prodigan en estas sencillas maguer esclarecedoras letras.


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Aunque se ha especulado mucho sobre los orígenes de esta palabra, lo cierto es que se trata de un neologismo de cuño relativamente reciente, creado con la expresa intención de hacer frente a la invasión angla que padece nuestro idioma desde hace ya varias décadas. Si bien algunos lingüistas equivocadamente habían ofrecido la fantástica hipótesis de que se trataba de una voz metafórica, empleada para nombrar objetos que por su forma cóncava recordaban, haciendo gala de un exceso de imaginación o del abuso de sustancias alucinógenas, la jiba del camello, y que por ende se utilizaba esto como raíz del nuevo lema, los filólogos han descubierto que en realidad vio por primera vez la luz en los gimnasios mixtos de la ciudad de Los Ángeles, específicamente durante la década de los 60, famosa entre otras cosas por los grandes movimientos de liberación sexual que sacudieron al mundo civilizado y le moldearon de manera tan infame que le vemos enjuto y corrompido en este nuestro siglo veintiuno. Como sea, haciendo de lado las moralinas, se hará necesario apuntar que por aquel entonces en la jerga anglosajona se empezó a popularizar el término ‘cameltoe’, que vale ‘dedo [de la pata] de camello’. Dicha exquisitez léxica, como hoy en día sigue ocurriendo, se aplicaba a la imagen de la vulva femenina remarcada por los pantalones deportivos u otra suerte de prendas ceñidas que, una vez puestas sobre el cuerpo, constituyen una verdadera segunda piel y, como bien prescriben los fisiólogos contemporáneos, no solamente recrean la pupila sino que sensibilizan las terminaciones nerviosas de la labia hembruna y le mejoran la circulación, si acaso la hubiese mala.

La pata de camello presenta una pronunciada hendidura entre cada uno de los dedos, lo que llevó a los primeros usuarios de gimnasio a compararla con la vulva remarcada de la hembra fisicoculturista de mediados del siglo pasado.

Sin duda para los anglohablantes tenía mucho sentido asociar la famosa hendidura de la pezuña del camello con la no menos célebre y nunca bien ponderada rajadura entrepernil de la mujer. Pero para el ingenio hispano, que jamás ha faltado a ninguna California desde su fundación allá por los últimos años del siglo diecisiete, semejante imaginería a más de bestialista resultaba absurda y denodadamente inadmisible cuando no rotundamente despreciable. Fue por este motivo que los primeros hispanos, en su mayoría de ascendencia mexicana, en frecuentar los establecimientos de culto corporal donde escuchaban el consabido palabro anglosajón, se dieron a la tarea de castellanizarlo y darle ese sabor latino que había menester para conformar un digno apelativo del más hermoso de todos los aparatos que constituyen la intrincada anatomía de la hembra.

Fue así, por medio de diversos y difusos experimentos lingüísticos que se comenzó a transformar el inglés ‘cameltoe’ en un malafortunado calco que empezó como ‘cameltó’, ’cameló’, ‘cametló’ y ‘cametó’, sin que hablantes ni puristas del lenguaje pudiesen acertar en la forma más adecuada y propicia para que el nuevo hijo de la lengua pudiera reclamar su lugar en el noble estrado de cuantas expresivas y vivaces formas tiene el idioma para hacer entender los unos con los otros, como no sean faltos de entendimiento ni de voluntad para hablar ni que para querellar les sobre. Hasta ese momento parecía una moda condenada a la extinción como tantas otras, sin embargo, el embrujo poético que el significado había arrojado sobre el significante fue tan grande que a finales del año 1964 en el Barranquilla Night Latin Club L. A., el cantautor colombiano Cirilo ‘El Rolo’ Rojas compuso una cumbia de amor que se estrenaría en el establecimiento de diversión nocturna y cuya estrofa coral decía:
Mi vida y mi cariño
te entregué todo
y no me das nada;
cuando no andes de falda
voy a comerte ese camellón.
El neologismo fue rápidamente aceptado por la comunidad hispana e incluso por los académicos más destacados del momento, como el Dr. Juan García Eagleton, catedrático de la UCLA, que en sus pioneros estudios sobre el español californiano postulaba: «nada tiene que avergonzarse el español de nuestras comunidades marginadas ante el dominio lingüístico del yanqui, porque el vitalismo de la lengua es tal que hasta nuevas voces de pronta circulación en todo el mundo hispanohablante han surgido aquí mismo en Los Ángeles como es el caso de ‘camellón’, voz emergida de la cumbia y el tugurio». También feministas de la talla de Clementina Argantzun Hernández declaraban en sus mítines: «“Camellón” es una palabra que no ofende ni destruye nuestra identidad ni nuestro género y hemos de aplicarla más incluso que las patriarcales “vulva” o “vagina”, que solamente demuestran la tiránica hegemonía del macho sobre nosotras».

Clementina Argantzun Hernández en un cartel promocional que defiende el uso de ‘camellón’ en lugar de otras formas heteropatriarcales como ‘vagina’ o ‘vulva’.
Pero, ¿qué hizo de ‘camellón’ un término más aceptable que los meros calcos y barbarismos previos? Sin duda se debe a su constitución híbrida, justo como la naturaleza del mundo hispano en Estados Unidos. La palabra se compone, por supuesto, del lexema camel- que no es ajeno al simpático rumiante corcovado, pero es la terminación –ón la que supone el rasgo más arriesgado de su morfología: no se trata de un sufijo que implique directamente el aumentativo, sino que remite a otra palabra profundamente hispana: panochón. La intención del Rolo al incluir su invento en la célebre cumbia que le granjeó el Grammy por mejor canción pegajosa y cumbianchera fue la de unir ambos ingenios, el del yanqui que veía en la pata del camello la metáfora visual más asociable a la caverna hembruna, y el hispano que directamente le había bautizado panocha o, para enfatizar su exquisitez, panochón. Así fue como se gestó este término.

Solo resta decir que los camioneros californianos extendieron el uso de la palabra por todo el continente y no les faltó imaginación al encontrarse las acotaciones ajardinadas de las carreteras, que inmediatamente bautizaron igual que a la vulva de ceñido envoltorio por parecerles que conformaban una raja femenina en mitad del árido asfalto del camino.

¡Ahora ya sabes algo nuevo!

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