En 1536, huyendo de la Inquisición, el alquimista Uberto Fulcanelli desembarcó en el puerto de Veracruz…
Con estas palabras comienza una de las más excelsas cintas que el cine mexicano tiene el privilegio de contar entre sus más oscuras, por desconocidas, producciones: Cronos. Más que una reseña o un análisis formal, hoy pretendo hacer un comentario alrededor de los aspectos que a mi personal juicio merecen protagonismo. Caro lector, cara lectora: toma la advertencia y, si no has visto la película, deja de leer inmediatamente, da clic aquí o aquí y mírala completa, porque impasible a todo cinéfilo gusto y etiqueta, no pienso callarme detalles que puedan arruinar la expectativa del misterio ni habré de ahorrarme palabras cuando haya de tratar escenas clave, que luego vengan a deshilvanar el entramado del suspenso que tan cuidadosamente se construye en la narración visual. Quien continúe leyendo quede con esta única advertencia.La historia es sobre todo una sugestión del vampirismo. Desde el principio se revelan elementos que, idealmente, conducen al auditorio a barruntar la hematofagia, característica señalada de esta suerte de tendencias poco acariciadas por la mentalidad del siglo XX. Sin embargo, la narración y la trama argumental centran nuestra atención en otro elemento distintivo propio del vampiro: la inmortalidad. Cronos, nombre del tiempo para los antiguos griegos, también denomina al invento de Fulcanelli (apellido, cabe la digresión, nada ajeno a la alquimia, pues fue el pseudónimo de un controvertido personaje de finales del siglo XIX, famoso por sus escritos herméticos y por haber logrado trasmutar plomo en oro; para 1990 habría cumplido ya 151 años y, según algunos adeptos, no ha muerto), una taracea biomecánica que es capaz de conceder la no muerte. ¿Por qué no vida eterna o vida inmortal? Resulta demasiado escabroso; Toro no parece mesurarse al momento de recubrir su obra de significados y guiños que complazcan al público intelectual y causen la sensación de oscuro exotismo para las audiencias menos informadas, por lo que no estaría demás escarbar un poco en las proposiciones terminológicas que aquí se esgrimen: sin duda el vampirismo es una fuente de vitalidad inagotable, pero está carente de toda vida. El vampiro no muere ni está muerto, pero tampoco está vivo, se encuentra en una constante regeneración biológica mientras que su alma se corrompe cada vez más. Al menos de esta suerte funcionan los vampiros tradicionales, ¿es Jesús Gris, el protagonista de esta historia, un vampiro confeccionado por estas normas? En buena medida sí, sin duda. Pero también es una criatura constituida por sutiles innovaciones.
Gris pasa de la vida a la muerte asesinado por el sobrino del antagonista, Ángel de la Guardia; sin embargo la muerte no es sino un estadio de reconfiguración orgánica, debajo de la piel putrefacta y aliñada para que el cadáver esté presentable para su entierro crece una piel nueva, alba, supuestamente joven aunque esté surcada por sendas arrugas que dejan en claro la inhumanidad de su poseedor. Jesús Gris, a diferencia del Jesús bíblico, no resucita sino que trasmuta, deidad alquímica, en otra personalidad aunque su esencia siga siendo (casi) la misma. Se le exilia de la vida y se le exenta de la muerte, por ello los términos de la interrogante previa resultan poco atinados y acaso inaceptables. En su trasfondo, lejos de encarecer la vida, Cronos ofrece una visión representativa de la ausencia de la muerte, el limbo existencial del condenado.
Sobre la misma línea habría que comprender las últimas palabras que pronuncia el alquimista antes de morir, el pecho atravesado por un afilado escombro, «Suo témpore». Cronos es deidad del tiempo, sin embargo no lo controla como tal; el pensamiento religioso clásico lo entendía como el dueño de los ciclos: por él comienzan las cosas, empezando por los dioses, y por él han de terminar también. Su hoz o guadaña, símbolo más tarde rescatado por el cristianismo para identificar a la Muerte, recuerda la castración de Urano, el cielo, el que cubre a la tierra y precipita el fruto de sus entrañas al Tártaro. La castración clásica tiene dos significados importantes: la institución de la monarquía hereditaria, es decir, la implantación del poder en la realidad cotidiana de los hombres, y el fin y comienzo de las eras. La guadaña y el tiempo son conceptos entrelazados porque ambos truncan el crecimiento de un algo determinado que, de seguirse la metáfora agraria, ha de renovarse, renacer y brotar de nuevo. El tiempo es lo único que jamás se acaba, puesto que perdura más allá de las vidas, de los reinos, de las cosas; existe, dormido, previo al hombre y seguirá existiendo después de éste.
La taracea biomecánica imita este comportamiento: dentro del complicado aparato, adornado de símbolos herméticos y hecho de oro, la cúspide de la perfección para los alquimistas, habita un insecto equiparable con la chinche o la pulga, pues se alimenta de sangre. Vampiro diminuto, como los del folclore polinesio, su existencia transcurre entre la maquinaria ideada por Fulcanelli y, de la misma forma que un reloj, se activa cuando alguien da cuerda al aparato. Solamente por su acción se da fin a una etapa y principio a otra, asimismo se presume, aunque al final esto no es del todo verídico, solo por medio de su destrucción es que puede acabarse con el no muerto.
La imaginería y los símbolos católicos son también elementos importantes. Cronos se encuentra dentro de una estatuilla de San Miguel Arcángel. Pareciera tratarse de un recurso gratuito pero no lo es: Miguel es el ángel que libera al pueblo elegido del yugo gentil y es quien expulsa a Lucifer a los infiernos. En la literatura apocalíptica es el príncipe de los ejércitos celestiales que combaten a los demonios gobernados por Satanás. Se trata del celador del cielo, su trabajo es mantener a los rebeldes en el lugar de castigo hasta que Dios mismo realice el Juicio. Cronos es una criatura del abismo, su prisión no puede ser otra que la imagen del defensor de la causa divina. Al mismo tiempo, la figura angélica enmarca a los antagonistas: Dieter y Ángel de la Guardia. Dieter es un magnate moribundo, posee el conocimiento necesario para utilizar a Cronos y lidiar con las consecuencias; Ángel, el sobrino, es un hombre frívolo que espera con ansias la muerte de su tío, de quien es único heredero. Como ángeles custodios rebeldes, tras dar con Cronos, se han de mantener muy cerca de Jesús Gris, por lo menos hasta que llegue el momento oportuno de arrebatarle su preciosa posesión. La configuración angélica, igual que la imagen de San Miguel, se ha roto o remendado para crear a los antagonistas, cuyas motivaciones son pasmosamente terrenas. Por esto el ambicioso sobrino, poco interesado en cumplir las órdenes de su tío, cree matar a Jesús, con lo que asegura su herencia. También por este motivo Dieter ofrece una salida al neovampiro: atravesarle el corazón. Los intentos de ambos, de cualquier manera, serán infructuosos y terminarán muertos.
Existe otro personaje de cariz angelical que motiva la destrucción de los dos Guardias: Aurora. Nieta de Jesús es una pequeña callada, como si se tratase de un personaje de caricatura ochentera. Su estrecha relación con el neovampiro la mueve a protegerlo; improvisarle un ataúd en el baúl de juguetes e incluso esconder a Cronos para que deje de infligirse con él. Su comportamiento es semejante al de un genuino ángel custodio, su presencia asemeja a la de la conciencia en el Pinoccio de Disney. Al principio pareciera que su papel es de simple espectadora, cuando Jesús busca aliviar el dolor y la picazón de la herida de su mano y vuelve a colocarse el aparato, la pequeña lo observa desde el pasillo que da a las escaleras; en un acto de contrición profundamente cristiano, Jesús le dice que todo está bien, nada ha ocurrido. La alegoría del pecado y los ojos angélicos que tratan de recordarle al hombre el constante escrutinio divino es innegable. No obstante, los cuidados de la niña y la batalla final demuestran su configuración como ángel de la guarda. Es Aurora quien da muerte a Dieter al golpearlo en la cabeza con su propio bastón cuando el hombre lucha con Jesús en el suelo. También es Aurora la que sirve de pretexto para que Ángel se distraiga y Jesús pueda precipitarlo desde el techo de la fábrica. Al final, la pequeña es capaz de volverse objeto de sacrificio para saciar el hambre de su abuelo, heroica gallardía que conmueve y repugna al viejo que prefiere morir antes de probar la sangre de su amada nieta. Al final puede verse al viejo falsamente redimido, pues sigue exento de morir pese a haber destruido a Cronos; le acompañan su mujer y la pequeña, una suerte de torcida apoteosis en que el vampiro es reivindicado sin dejar de ser una criatura condenada a los castigos infernales, una victoria en el plano de los vivos que Dios mismo parece ver con deferencia. El final nos muestra a un Cristo gris, tergiversado, que recibe a su feligresía en una agónica paz que, ahora sabemos, no terminará porque ninguna de las dos atravesará el pecho albo y arrugado.
En cuanto a aspectos técnicos, la fotografía y la iluminación son impecables. La maestría en el empleo de efectos especiales de Toro es indiscutible, pese a tratarse de su primera obra. Con especial encanto y desasosiego recuerdo, por ejemplo, la escena en que el embalsamador cose los labios de Jesús. También merece especial mención la escena en que el protagonista descubre su alergia solar, una exquisita e inteligente muestra de lo que pueden hacer en conjunto buenas actuaciones, un excelente guión y un magistral manejo de los efectos visuales. A propósito de dicha escena, no he podido evitar relacionarla con las de Virginia en Låt den rätte komma in, que parece haber aprovechado mucho de esta cinta. En suma cabe decir que es una película de delicia visual poco común entonces y ahora.
Por otra parte, el soundtrack es variado y peregrino, música culta, tango, bolero, cumbia, diversas variantes se amalgaman y crean un ambiente que no se siente ajeno, a pesar de notarse recargado de fantasmagoría provinciana. Hay que destacar que el sabroso ritmo de «Caminemos» se convierte en un leitmotiv en sí mismo, decisión que no puede sino aplaudirse. Los diálogos, empero, sí llegan a ser bastante sosos y a veces rompen la tensión tan bien construida por otros elementos. La acción predomina y opaca las ideas que se enuncian, algo no demasiado grave cuando se considera lo bien fraguada que está la parafernalia cinematográfica.
Aunque no es un director que me resulte especialmente grato, Guillermo del Toro (a quien deberíamos llamar simplemente Toro y no agregar la preposición del apellido, como no se la agregamos a Beethoven, Cervantes o Quevedo) hizo un espectacular primer trabajo que merece la pena exhibir con más ahínco y orgullo. Pese a las dos décadas que ya tiene, la película aún se siente fresca y vigorosa, magnífico ejemplo de lo que es el buen cine, categoría de la que México gusta de autoexiliarse con frecuencia.
Sin necesidad de recurrir él mismo al vampirismo, con esta obra sola Toro se ha vuelto inmortal.
Publicar un comentario