No seré como esos hipócritas que afirman
que desde la niñez supieron que el suyo era el camino de las letras. Incluso
hoy, con un libro publicado y el segundo en camino, no tengo la certeza de ser
escritor, y si bien es cierto que me presento como tal, admito con dejos de
vergüenza que me muerdo la lengua cada que me refiero a mí mismo como
cuentista, narrador o el nombre que se le quiera poner.
Si
he de remontarme a mi más temprano acercamiento a la literatura, debo mirar
hacia mi infancia en el Estado de México, cuando mi edad aún distaba de
alcanzar los dos dígitos. En aquellos años de mi temprana educación hubo un
curso en particular en el que descubrí un interés que en su momento, me
pareció, era un pecado a los ojos de mis compañeros: leer. La asignatura era
muy sencilla: había en el aula un mueble con una docena de libros, la mayoría
títulos juveniles que apenas alcanzaban las cien páginas; cada quince días debíamos
seleccionar uno de estos volúmenes y preparar un reporte de lectura que, para
horror de los malos oradores como yo, debía presentarse ante aquella infantil
asamblea de niños y niñas uniformados. Debo decir que aunque repudiaba que la
lectura me apartase de mi amados video juegos encontré la experiencia harto sencilla
y agradable. Para mí, leer consistía en pasar las páginas hasta que éstas se
terminasen, y la elaboración del resumen en menos de una cuartilla no me parecía
en absoluto complicado (irónicamente, actualmente hay ocasiones en que se me
van una hora o dos sin que pueda completar un párrafo). Cuando yo trabajaba en
estas tareas siempre me preguntaba una cosa: ¿qué dificultad encontraban en
ello mis compañeros para quejarse tanto? No lo sabía, pero ellos refunfuñaban y
rezongaban a la hora de clase como si aquello fuese algo fatigoso e insufrible.
De hecho, el saber que ellos lo pasaban tan mal con estos deberes mientras que
yo los disfrutaba me hizo pensar que yo debía estar haciendo algo mal.
Entre
los libros que hojeé en aquellos meses destacaron los volúmenes de alguna
olvidada editorial española que narraban una aventura no lineal que permitía al
lector no solamente decidir el orden de la trama, sino toparse con más de un
final (la mayoría de ellos desastrosos). Estas laberínticas novelitas me
fascinaban, y aún hoy lucho por recordar el nombre de la editorial que las
publicaba, e incluso he coqueteado con la idea de redactar algo similar... “Someday, somewhere, sometime”.
Retomando
el hilo de esta anécdota, he de mencionar que entre los títulos que albergaba
aquel librero de mis ayeres destacaba uno que despertó una increíble aversión
entre la clase, como si fuese algún libro malévolo que habría de arruinar la
vida de quien lo leyera. Se trataba de El
Viaje del Lucky Dragon, de Jack Bennett. Este ejemplar de la colección
juvenil El Barco de Vapor, de Impresos S.M., narra en poco más de ciento
cincuenta páginas la travesía de una familia que en 1975 escapa del Vietnam
comunista a bordo de un pesquero robado llamado Lucky Dragon.
Este
libro, que en su cubierta afirma ser una lectura para niños de doce años,
causaba un inexplicable horror en mis compañeros. Quienes lo habían llevado a
casa decían que era muy largo, muy aburrido, muy confuso y que en general era
complicado de leer. Al presentar sus reportes se quejaban sobre todo del
arranque, saturado de información que no comprendían, así como del capítulo
final, el cual, decían, parecía no tener sentido. Admito que este repudio generalizado por
el Lucky Dragon y el tiburón que
nadaba en su portada me indispuso a leerle, y cuando llegó el momento de que la
novela cayera en mis manos no pude sino maldecir y sentirme como si me hubiera
llegado el fin. Para mi sorpresa, adentrarme por el mundo de Quan, Fan Thi Chi,
el tío Tan, el capitán Cu, la anciana Ah-Sung y el elenco de personajes que,
desesperados, peregrinaban hacia Malasia me resultó fascinante desde el primer
capítulo, ése que todos odiaban porque estaba lleno de datos históricos, y
página tras página me vi inmerso en una narrativa exquisita que disfrutaba como
no hizo ninguno de los otros niños. Y al final nada le encontré de absurdo o
incongruente. Al cabo de dos semanas fue mi turno de hablar frente a la clase,
muerto de nervios, de El Viaje del Lucky
Dragon, y no hice sino desmentir cuanto decían los demás de la historia
contada por Jack Benett; para mí, aquel era un libro magnífico, quizá el mejor
de los que teníamos a nuestra disposición en el aula. El daño que esto hizo a
mi reputación no fue tan grave, pues por aquel entonces quedaba poco de Erasmo
Valdés qué pisotear (en buena medida gracias a los bravucones), aún así, el
decir que me gustó el Lucky Dragon me
hizo más “imaginativo”, raro y feo de lo que ya era, lo cual en realidad no me
importaba mucho, pues desde aquel entonces presentía que sería “imaginativo”,
raro y feo toda mi vida. Fue así que descubrí que había algo que me hacía muy
diferente al resto de los niños de aquella clase: a mí me gustaba leer.
Podría
decirse que el Lucky Dragon fue mi
primer paso hacia una literatura de mayor nivel, a la cual también me
condujeron títulos de la colección “Sepan cuántos…” de Porrúa, así como las
novelas mexicanas y estadounidenses que la secundaria trajo a mis manos (hoy
agradezco que me hayan obligado a leer Pedro
Páramo y To Kill a Mockingbird).
Aunque
no lo crean, aún conservo en mi biblioteca El
Viaje del Lucky Dragon. ¿Cómo es que este libro terminó en mi poder?
Francamente no tengo idea; lo descubrí entre mis cosas durante una mudanza,
cuando cursaba la preparatoria. Aún tiene el forro plástico que le pusiera mi
madre tantos años atrás, para que no se maltratara. Pienso que quizá olvidé
devolverlo, o que quizá como nadie quería leerlo la maestra se olvidó de
inventariarlo y se quedó guardado primero en mi mochila, luego en mi casa. Lo
cierto es que éste es uno de los pocos fragmentos que guardo de mi niñez y es
un eterno recordatorio del Centro Escolar del Lago y todas las cosas buenas y
malas que sus aulas me dejaron. Supongo que por eso el Lucky Dragon figura entre mi más valiosas posesiones y la nostalgia
me ha llevado a hojear sus páginas otro par de veces, ¿y saben? He disfrutado
la historia todavía más que cuando era niño.
Más
de dos décadas después sigo viendo al viejo pesquero abrirse paso entre las
obscuras olas, sus tripulantes llenos de sueños, y estoy seguro que en otros
veinte años seguirán allí, conmigo.
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