Cuando dar lecciones de vida depende de la caricatura sesentera que veías o el porqué las nuevas generaciones no tienen esperanza

Mientras me decidía a hacer algo más provechoso, para variar, que solamente ver al Nostalgia Critic, me topé con una nota cuya proposición me dejó helado. El titular, «Los padres quieren que sus hijos vean las mismas caricaturas» no fue, esencialmente, lo que me causó esta sensación de espeluznamiento e incomodidad, sino lo que le sucedía, la declaración el subencabezado de que 76% de los encuestados aseveraran que las historias de superhéroes de antaño servían para dar lecciones de vida a los niños.

Sin duda el tema de la infancia es uno que recientemente ha llamado mi atención, varias entradas han tratado al respecto; en esta ocasión, sin embargo, quiero aproximarme al pensamiento, cada vez más peligroso, de los padres de familia irresponsables.

Los tiempos que corren se han caracterizado por una relajación alarmante de los valores tradicionales, esta afirmación que parece de anciano cascarrabias no es un gratuito comento, es un hecho que puede constatarse en la creciente desfachatez con que, en redes sociales y en la vida cotidiana, los actores de la sociedad a una edad cada vez más temprana se entregan a un libertinaje que encuentran placentero pero que gozan sin la menor noción de responsabilidad. Detrás de las oleadas de pubertos y niños (en efecto, niños en el sentido más definitorio que pueda otorgarse al término) que ahora con el mínimo de vergüenza se entregan a la hipersexualización de su humanidad sin comprender siquiera lo que implica su propia constitución sexual ni su identidad u orientación, así como a la admiración y sistemática ejecución del mal en forma de homicidio, abuso y acoso o ejercicio irracional del poder sobre otros menos capaces para resistirse o soportar las consecuencias que de esto dimanan, se encuentran padres disfuncionales, igualmente irresponsables y, sobre todo, incompetentes en materia de crianza.

Antes se decía que nadie enseña a los papás a ser papás y esto servía de excusa para dispensar a los progenitores que eran innecesariamente estrictos y, en ocasiones, excesivamente brutos a la hora de aplicar la disciplina. El modelo de la imposición disciplinaria paterna, que ahora tienden a satanizar porque «trauma» a los pobrecitos escuincles, ha sido desplazado por un valemadrismo general en el que ya no importa ni inculcar valores ni proteger la integridad de un ser humano que se encuentra en desarrollo, en buena medida porque los propios padres no han abandonado muchas veces la etapa de adolescencia y por circunstancias completamente controlables pero olímpicamente ignoradas por los implicados terminaron engendrando cuando solo la biología estimó que era oportuno. También es aplicable aquí el «nadie les enseñó a ser papás» y, sin embargo, el gran problema es que estos individuos no tienen la menor idea de lo que implica la vida fuera de su barrio marginal.

Pero el fenómeno de los malos padres no es exclusivo de las privilegiadas clases que se pudren en la base de la pirámide social. Los que se encuentran en la cúspide y también la cada vez más excéntrica y neoetaria clase media padecen de esta incompetencia paterna que tantas afecciones está causando en nuestro hemisferio. Y aquí es donde entra lo horrible de pensar que las caricaturas de antaño puedan inculcar valores a los niños de la actualidad.

Como producto cultural y propagandístico, las caricaturas han servido para adoctrinar sobre ciertas nociones imperantes en un determinado momento histórico y en una específica ubicación geográfica. Las animaciones de Disney de los años treinta y cuarenta no eran sino proselitismo bélico que buscaba influir en familias enteras para que apoyasen la guerra contra el Reich. Los tres caballeros, un filme destinado al público de las dos grandes potencias de la América iberoide, Brasil y México, buscaba ganar simpatías para los yanquis ante el convulso panorama político de ambas naciones, cuyos actores más importantes preferían a Hitler sobre cualquier presidente del norte (he referido esto brevemente en mi artículo «Sobre la heroicidad de Hitler», que se puede consultar aquí). Y aunque esta suerte de influencias son inevitables, a menos que uno decida exiliarse por completo de esta suerte de entretenimientos y erradicar la televisión, el cine y hasta las tiras cómicas de casa en pro de mejores y harto más útiles y provechosas formas de pasar el tiempo como la lectura, la audición de piezas cultas, el teatro y demás finezas que tiene para el entendido el mundo del arte, la verdad es que es muy difícil si se es del vulgo. Entonces cabe cuestionarse si los valores propagados antaño por vía animada son los que deseamos inculcar a nuestros futuros actores sociales. Mi parecer es que no. Por supuesto, mi parecer no es representativo, ya que yo sí me encuentro entre los afortunados que preferimos leer un estudio filológico a ver La rosa de Guadalupe o, por ponerlo en el plano animado, Adventure Time. La consecuencia puede verse en las estadísticas de la nota que me refiero al principio: un alto porcentaje de padres que optan por utilizar el Netfilx para que sus críos se harten de adoctrinamiento basura.

Urge dejar de coger como conejos sin ton ni son y ponerse a pensar un poco si acaso vale la pena traer tanta criatura a un mundo bárbaro y cada vez más hostil. Urge ponerse a pensar si una vez cometida la graciosada se le brindará una educación integral y provechosa a la única víctima de todo este desmadre que traemos entre manos: el producto, niño o niña. Entre más egoístas y estúpidos sean los padres contemporáneos, peores personas se estarán produciendo. Esto redunda en afecciones para todos los que ya tenemos uso de razón y no queremos vivir supeditados a la idiocia ajena. Desafortunadamente parece regla general que, el día de hoy, quienes seríamos mejores padres preferimos evitar ese destino atroz y no darle al mundo una boca más que lo socave.

Por mientras no queda sino tratar de educar al vulgo, esterilizarlo si es preciso, aunque sea desde una doctrina más agresiva que le enseñe su papel en este triste juego de poderes sociales en el que todos cargamos con un papel, muy a nuestro pesar.

Vale.

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