Consejos para hacer lectores

Hace ya varios ayeres, después de haber dado una conferencia ante una sociedad de padres de familia sobre la importancia de la experiencia internacional a temprana edad (tradúzcase esto como «durante la efervescencia puberta»), se acercó una madre preocupada. Habría que aclarar, no se acercó a mí, sino al presunto profesor de Historia de su hijo. Habría que aclarar que digo «presunto» porque el individuo en cuestión, un nefasto licenciadillo en algo contable, ni remotamente versado en Historia ni nada que se le pareciese, había tenido a bien apersonarse sabe el cielo para qué. Quizá habría también que aclarar que el auditorio no era otro que la sociedad de padres tecnócratas de Hidalgo y la escuela, la preparatoria del Tecnocrático de Königsberg, célebre sistema universitario que a sus franquicias regadas por el mundo ese opaco centro rector, que nadie conoce pero que se sabe aún opera en las límbicas inmediaciones de la desaparecida Prusia, encomendó la tarea de procesar cuantas jóvenes almas existiesen, de suerte que el producto final, tecnocráticos emprendedores deshumanizados, saliesen de la línea de ensamblaje más listos que el coño de una quinceañera californiana para propagar no las liendres sino la difteria emprendedora, que en esto la tecnocracia de Königsberg se jacta triunfante de no tener rival ninguno en esta tierra ni en otra cual se quiera.

En fin, mientras recogía yo mis enseres, la dicha de la audición que algunas veces por motivos que aquí no he de tratar me ha sido negada, ese día se me otorgaba con senda claridad que escuchara aún el crecimiento del pasto en los jardines, y dio la casualidad que aposentáronse no muy lejos de mi locación el funesto licenciadillo y la no menos funesta madre y comenzaron a departir sobre un problema que la atosigaba, la asfixiaba, le impedía el vivir con plenitud espiritual y humana y le mudaba la buena condición, toda vez que no la hubiera mala, y es que su vástago, un mozalbete de unos dieciséis o diecisiete años, seco de carnes y, con seguridad, opaco de todas luces, había reprobado la última actividad en la clase del mentado licenciaduelo y venía a inquirir lo que pasaba, ¿cómo era acaso posible tanto mal, tanta desdicha, tanta desgracia, tanta ojeriza? El pelele no más versado en las Ciencias del Espíritu que su pre-adulto pupilo explicó con severa parsimonia que, pues, había dejado una investigación sobre el siglo XV y que, pues, el muchacho no la hubo entregado arguyendo que sus fuentes no trataban tema tan controversial y oscuro, a la par de macabro y displicente, entonces, pues, por eso y no otra cosa, pues, había reprobado.

¡Era de ver el momento en que mudó semblante la vieja, abandonó el aire arisco, cerró las abiertas fauces agresivas y, con sonrisa no menos espeluznante y repulsiva, diole gracias y glorias al impertérrito adalid de la educación que frente a ella, en forma de un nefasto imbécil licenciado en algo contable, se plantaba ominosamente arrogante cual si alguna vez él mismo hubiese leído cualquier cosa sobre el siglo XV! Y a continuación vino lo peor, lo más abyecto, lo más imperdonable, agregó el ágrafo que solamente Cristo sabe el porqué le permitían impartir clase, o existir siquiera: «Es que los muchachos no leen». A lo que respondió la infausta desgraciada que el título de madre no merece: «¿Y sabe quién tiene la culpa? La computadora».

¡Oh, aciaga ignorancia! ¡Oh, indigna condición de los mortales! ¡Oh, mísera humanidad sufriente!

¿Quién hay que conceder siquiera que esta abominable fábula ha acaecido veramente pueda? ¿Quién que no sienta horrores y ascos cual si hubiera enfrentando a demonio o sirviente del Averno con apenas la fe monda, sin fórmulas para exorcismo ni santos auxilios de la Iglesia? ¿Quién que no quiera arrancarles el pellejo a ambos y dárselos, en imitación al más grande y glorioso príncipe valaco, de comer mientras un perro gitano les empala con la esperanza de que, para ganarse una moneda de oro, no mueran sino hasta el tercer día? ¡Y yo estaba ahí, escuchando semejantes sinrazones!

A nada estuve de responderle a esa desdichada mujer: «No señora, no es culpa de la computadora. ¡Es culpa de usted y de nadie más! ¡Sí! ¡De usted! ¡Y del execrable ejemplar de hombre que ese pobre mozalbete ha por padre! ¡Su culpa por no haber sido capaces de inculcarle el hábito de la lectura desde su más tierna infancia! ¡Su culpa por haber sido pésimos modelos a seguir, más interesados en fútiles entretenimientos vacíos como el chisme y el futbol en lugar de haberse volcado sobre la edificación del intelecto y el espíritu por medio de la sagrada lectura! ¡Su culpa por buscar siempre en lo externo la responsabilidad de su fracaso como padres, como personas de bien y como seres humanos!». Pero no hice tal, porque sabía muy en el fondo que no habría comprendido mis razones, claro está, por tratarse de una mujer que no leía ni las palabras que indican la manera en que se debe abrir la puerta. Y me di cuenta ahí, ese fatídico día, que así funciona el ser un pésimo ejemplo para la prole: desgraciarles la existencia dándoles primero la vida y luego robándoles toda posibilidad de encontrar redención en los libros; para mayor protervia todavía, hay que culpar a las cosas que dan placer, aquellas que como dizque padre resultan incomprensibles y nunca dirigir hacia uno mismo el acusador dedo del juicio.

Resultome inevitable pensar que cuando yo tenía la edad del malhadado hijo de esa ruinosa hembra, leía con fruición como sigo haciendo, sin que el ordenador ni los juegos de video ni las drogas ni el alcohol me lo hayan impedido ni lo impidan o aún me sugieran (como si sugerir pudieran) que cese con tan aberrante hábito y me entregue por entero a la crápula de la ignorancia. Y entonces también caí en cuenta que lo que acontecía con esa malhadada progenitora era que reaccionaba con miedo a su propia ignorancia, a no ser lectora, nunca haberlo sido ni tener la menor intención de serlo a su edad, y que la tecnología a ella, pese a formar parte de aquella execrable élite informe y sin lustre que es la tecnocracia, le resultaba hostil, indomable, retadora e independiente, un ente incomprensible que podría destruirla y poner en juego su hegemonía de matriarca y de autoritaria dictadora imbécil, y por eso había menester satanizarla y prohibirla, de suerte que su propia estupidez fuera escudo que la amparase contra la novedad y no guijarro que diese con sus narices en la tierra. Pensaría que si nunca iba a ser capaz de pisar con seguridad los terrenos del informático, del cibernauta, del usuario, al menos le quedaba la certeza de que podría truncar la seguridad de sus hijos y, con ello, adormecerse en su dominación generadora de ágrafos idiotas, de obedientes descerebrados sin libro ni ordenador, amparados solamente por la palabra putrefacta de la madre. Prohibición inflexible nacida de la irreflexión de su propugnadora.

Si acaso esa despreciable muestra de despojo hembruno hubiese tenido un libro, uno al menos, abierto frente a sus torcidos ojos más tiempo del que perdía aguzando la lengua para proferir sus incoherencias, la historia habría sido distinta, pero si remitirnos a la verdad hemos, ¿acaso el libro no le resultaba tan desconocido como el ordenador? Los dominios del libro tampoco habrían sido seguros para ella, pero el libro, viejo y perdurable libro, a fuerza de ser tan cotidiano le habría resultado menos amenazador, menos espantable, acaso hasta inofensivo. Y es que para temerle a un libro hay que abrirlo, repasar apenas las primeras líneas para saberse perdido, ignaro, un ramplón e ignominioso analfabeto. ¡Oh, arcaico y poderoso guerrero, cuya maza solamente sirve a quien te conoce palmo a palmo, folio a folio, sintagma a sintagma! ¡Oh, vengador de injurias, reparador de entuertos y desfacedor de agravios, que hidalgamente te pones del lado del que la bruta tiranía del bobo le condena a ser cosa del diablo, sin serlo veramente, sin siquiera tener la culpa de la idiocia ajena! ¡Oh, campeón que a la epopeya de la vida das sentido y restituyes los sagrados alientos que la inspiran! Nunca tengas piedad del bruto que antepone la calumnia a la sapiencia ni el prejuicio al buen hábito de consultarte siempre.

Por eso yo te digo, noble audiencia que me lees, cuando escuches que los muchachos no leen y es culpa del ordenador, acuérdate de esta despreciable historia, que siendo tragedia en la vida es ejemplo ante tus ojos, y piensa que el libro no es menos desconocido para el ignorante que el ordenador y viceversa. Y si no quieres repetir tú la barbarie de los execrables y malformes monstruos que han protagonizado esta horrenda faramalla de la que fui testigo, en lugar de abandonar a recaudo de lo exterior a tus hijos, lee tú primero, lee a todas horas, lee para ti, siempre que puedas, en la fila del banco, en el autobús, en la sala de espera, en el rincón de tu hogar, en el tálamo nupcial, en el comedor familiar, en el fresco patio de la casa, lee. Quita la telenovela, quita el partido de futbol, quita la serie animada, apaga la música, enciende la luz y lee. Lee en voz tan bajita que solamente tu alma se entere del contenido del libro, lee con estentórea y dramática voz para que tus parientes y amigos y aún los paseantes se enteren del texto, lee con la mirada, lee con las manos, lee de todas las formas imaginables, aún durante el suave deleite de la penetración marital, lee. Y luego invita a tus hijos a escucharte leer y escribe las citas que más te engolosinen en todas partes, abre un blog para solo ello, escríbelas en Twitter y en el Facebook, escríbelas en Google+ y en hermosas tipografías para decorar tu casa y háblale a tu pareja, a tu vecino, a tu patrón, a tus hermanos, a tus padres, a tus conocidos, a todos háblales del libro que has leído, del que agora devoras, del que piensas leer mañana. Y cuando esté tu ser orondo y refulgente por el gozo de la lectura, prohíbesela terminantemente a tus vástagos, so pena de muerte si es preciso. Castígalos con horas interminables de verte a ti gozando de la letra, provócalos con un párrafo o con dos, a lo mucho, y muéstrales los preciosos volúmenes que jamás podrán tocar siquiera. Si lo haces bien, un día, cuando menos lo esperes, verás que tus libros comienzan a desaparecer, porque los tendrán tus hijos. ¡Estarán leyendo! ¡Estarán deleitándose con lo que tanto les provocaste y ejemplificaste vivamente! ¡Estarán leyendo con el gozo de haberte desafiado! Y ni todos los licenciaduelos en algo contable que les pidan algo sobre el siglo XV ni todas las ruinas hembrunas que el título de madres no merecen serán capaces de rebajarlos a sus niveles de estupidez, de incoherencia y de idiocia, porque el antiguo y perdurable libro les habrá dado todas las armas que requieran para defenderse dellos y de mil endriagos más de ser preciso.

Vale.

2 comentarios :

  1. Pues yo, en el ordenador, no sólo leo, sino que, incluso, escribo bastante. ¿Qué culpa tendrá la herramienta? Como si el pintor chapucero le echase la culpa al pincel...

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  2. @José Juan Picos Freire Ya lo ves, estimado José Juan, hay de todo en la viña del Señor; no falta el que le echa la culpa del tropiezo a los zapatos. ¡Gracias por pasarte por acá y leer! ¡Abrazo!

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