Colaboración especial. Texto de José Luis Dávila
Estaré esperando el metro cuando vengas bajando por la escalera. Te veré como eres cada día después del trabajo, cansada y harta de tanta ciudad, de tanto suburbio que se desdibuja y dibuja al correr de los vagones, unos que van hacia dentro, otros hacia afuera, siendo animaciones de esas que hacían tus compañeros de secundaria en las orillas de las libretas, construyendo el paso del tiempo con la rapidez de las hojas que caen una tras otra. Entonces recordaré a Jimena con jota, no con equis, algo que siempre tenía que corregir a las personas cuando le pedían dictar el nombre para algún trámite.
Me pregunto qué habrá sido de ella; si bien no era la más bella, era la que mejor sabía arreglarse cuando era necesario. Imagino que un día encontró al amor de su vida, ese que sí pudiera darle la seguridad de llegar a casa a una hora determinada para plantarle un beso sonriente, de esos que enamoran a lo cotidiano, y seguir bien vestido durante la cena. No como yo que, sin estilo, cruzo la puerta, arrojo todo a algún lugar en el piso mientras me dejo caer sobre el sofá y detengo el tiempo por un rato para tenerme la paz que el inevitable trabajo me roba. Tal vez ya tengan un hijo de tres años que sea la adoración de los abuelos, esos perros desgraciados que me juzgaron tanto cuando vieron que mis méritos más grandes tenían que ver con la cantidad de alcohol que podía beber antes de caer dormido y el número de tacos que tragué esa vez en el local de doña Aurora, cuando uno de sus hermanos me retó creyendo que me sacaría lo de la cuenta más quinientos de apuesta. Qué esperaban, teníamos diecinueve años y nada mejor por vivir que esos bellos momentos de estupidez, todo con el fin –ahora lo sé aunque antes era únicamente un dejar ser–, de poder volver a ellos cuando la responsabilidad nos alcanzase.
Si lo pienso un momento, Jimena casi siempre usaba esa misma combinación de colores que traes puesta cuando te paras a mi lado a esperar también, como todos los demás en el andén, pensando en qué si, en cómo si, en por qué no, coqueteando con la línea amarilla que nos reta a saltarla para conocer las posibilidades de esa otra vida que seguramente será mejor que cruzar toda la ciudad para ir a trabajar un lunes por la mañana, con los plantones y las marchas que se unen como los ríos y van a dar a la plancha del zócalo, haciendo un mar que es el morir de los oficinistas. Es raro pensar en ella si puedo mejor darme valor y dirigirte una palabra o dos, algo ingenioso para no parecer imbécil, algo con clase. Creo que es porque luego de tanto tiempo, aún la imagino disculpándose en llanto de todo lo que me dijo la última vez que nos vimos; primero pidiéndome el reencuentro en un café del centro, coincidentemente ese que por primera vez nos vio besuquearnos entre una rebanada de cheesecake con dos tenedores y un par de tazas de moka. La veo preguntado por mí, por lo que he hecho en estos años, por esa chica de la foto en la que se me ve sonriendo y abrazándola como la abrazaba a ella, muy de cerca por la cintura, muy hacia mí, muy para mí. Pero esa otra también ya tuvo su entierro emocional, no hace mucho y no hace poco, digamos que en un punto donde el stand by fue parte de mi vida. Y así hasta llegar a la pregunta real, planteada por el impulso de la promesa de redención después de haber cobrado las treinta monedas y ver que no alcanzaron para cubrir su deuda con los del embargo sentimental en que se había metido: “te he extrañado mucho, ¿sabes? A veces me pongo a pensar en ti y, bueno, me gustaría volver a intentarlo, ¿a ti te gustaría?”, dice e intenta tomarme de la mano que tengo sobre la taza de americano. Me quedo callado, sonrío y mis ojos se llenan de lágrimas pero no las suelto porque es el momento que soñé desde que ella me dejó en medio de la calle, a gritos y reclamos, haciéndome sentir mal conmigo mismo, prometiéndome que si llegaba una oportunidad como esta, no la desperdiciaría, haría las cosas bien. Tiemblo todo, mis labios están emocionados y les cuesta reaccionar. “No, perra, no”, le respondo.
Tú te ves con prisa. Todos se ven con prisa. Cuando en unos segundos lleguen los vagones que ya se asoman por la oscuridad como Nosferatu saliendo de las sombras, sé que correrás como los demás, no dejando salir antes de entrar. Se perderá el encanto que tienes en este instante, con tu perfil iluminado por las lámparas y de fondo el grupo de estudiantes que se quejan de la mucha pinche tarea que les ha dejado el ojete de redacción; un ensayo sobre Jesús de León, de no menos de dos cuartillas, sin importarle que es viernes y hay clásico mañana a las cuatro en el Azteca. Pienso en ti y en ella al mismo tiempo, tienes un aire en la presencia como de su otredad, de esa parte que quedó libre al separarse en bien y mal. Me gustaría pensar que tú eres la buena. Me gustaría pensar que me la recuerdas porque entre tú y yo podría haber algo y es la forma en que la intuición me dice que me arriesgue. Pero, de todos modos, no te hablaré. La verdad es que no es mi estilo acercarme a mujeres de improviso, soy demasiado tímido llegando a sopenco para ese tipo de cosas. Además, ya salen los pasajeros de esta bestia y tú estás primera para abordar, más que nada porque, igual que los otros, me acabo de dar cuenta que cualquiera quisiera subir atrás de ti con esa falda ajustada que traes, además de las piernas firmes sin varices que te dan los veintitantos de los que te ves.
Te perderé entre la masa cuando en la siguiente estación suban más, quedándome sin saber dónde bajarás. Mejor así, pensándolo, mejor lejos de cualquier recuerdo de Jimena que me puedas traer, por bello que pueda ser.
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