Colaboración especial. Texto de José Luis Dávila
Es un pequeño rubio, lleno de energía y con los ojos destellantes de amor. Sus patas son suaves y sus maullidos insistentemente tiernos. Se me sube al regazo, me mira hacia arriba y espera que lo entienda. Bajo la mirada y le pregunto ¿qué quieres, cabrón? Ahora mismo está acurrucado entre mis tobillos, y yo con las piernas dormidas hago lo posible para quedarme en esa incómoda posición, busco que no se despierte o va a empezar a chingar: se sube al teclado y aunque lo arroje al otro lado de la habitación regresa, se trepa en mi pierna como un Ethan Hunt rescatando a su esposa, brinca a la mesa y el proceso se repite. Por eso prefiero quedarme así, aunque me den ganas de orinar. Es un culero.
Este gato que aún no tiene nombre me acompaña cada día con sus constantes demandas de atención, espera en la puerta a que llegue solamente para que le abra el sobre de comida y limpie donde está su mierda, porque le vale madres tener una caja de arena y se orina en el piso de la cocina, se caga peligrosamente junto a cualquier prenda de ropa que se haya caído accidentalmente al suelo pero no se limita a ello, sino que cualquier cosa se encuentra en riesgo si le parece que me veo interesado en tal. Es algo así como mis ex, pero al menos éste no va a gritarme a media calle, o eso espero.
La verdad no puedo decir que sea un gato al que ame, o que quiera, o que me guste siquiera. Me cae bien, eso sí. En otros términos, si muriera me pasaría dos días pensando en lo mucho que me entretenía pero al tercero estaría feliz de no tener que gastar en su pinche comida, esa que suele despreciar para terminar obligándome con sus chillidos a compartirle de la mía. Odio que haga eso; estoy sentado a la mesa, disfrutando de mis alimentos y se me para junto al pie, chilla y si no le hago caso empieza el rasguñeo a mis pantalones. Sus garritas se incrustan en la mezclilla, traspasándola de cuando en cuando y no duele pero cómo chingados arde.
Va a crecer. Será pronto, será peor. Ahora le gusta jugar a cazar estambre, en meses le gustará cazar ratones o lagartijas y dejarlas tiradas por ahí, esperando que me sienta halagado porque me comparte sus presas; pero si algo no le llega a gustar, si, por ejemplo, lo quito del sillón donde se apoltrona para poder descansar un rato acostado, vendrá sigiloso, esperando un descuido, y me clavará con odio las garras en el brazo, me morderá un dedo descuidado que se asome bajo la colcha mientras duerma, encontrará la forma de vengarse ante cualquier acto que crea una afrenta contra su superioridad. Ese es otro problema, los gatos suelen verse como criaturas majestuosas, pertenecientes a la realeza de la fauna del mundo, unos infantes peludos que pelean por aspirar a un mejor puesto en la línea al trono de los felinos. Yo, la verdad, solamente los veo como bolas de pelos gruñonas que les gusta pavonearse por cualquier cosa, como literatos en congreso. Yo no quiero un gato que se crea más de lo que es, así que le pongo limites a base de zapes en la cabeza.
No tengo ni puta idea de lo que pasará con él, no sé si lo soportaré o si lo echaré a la calle cuando se ponga insoportable. Al menos no tendré que aguantar cuando esté en celo, porque en dos meses tiene una cita con el bisturí para volverse eunuco.
Pero, pese a todo porvenir, ese pequeño idiota es mi gato y… y… y… ¡verga! ¡Qué tiraste!… y… ahora tengo que ir a ver qué carajo acaba de romper el pendejo.
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