Sobre la heroicidad de Hitler. 4. El auge y la ruina del Tercer Reich

Ya se ha hablado sobre las habilidades retóricas de Hitler, su convicción al arengar, la desesperanza reinante y la fácil comunión ideológica que experimentaban los alemanes con él, y cómo los anteriores fueron factores decisivos para revestirlo de las cualidades necesarias para que el pueblo lo aprobara como héroe. También se ha hecho mención, aunque de manera muy somera, de que sus atinadas acciones una vez que llegó al poder le granjearon este deslumbrante título, puesto que finalmente Alemania comenzó a aliviarse de los males que la Gran Guerra y los abusos de los vencedores habían desatado sobre ella. Del mismo modo se ha mencionado que el antisemitismo, bastante extendido entre partidarios de la derecha y otros sectores de la población, no supuso un rasgo que hiciera menos atractivo al Führer como gobernante. Sin embargo, no se ha comentado más que como una mera anotación cuáles fueron las acciones que permitieron a Hitler consolidarse como el supremo mandatario de Alemania. En Hitler y los alemanes de Ronald Gray, se explica de manera sintética en qué consistieron las decisiones pragmáticas, más allá del aspecto restaurador de la economía, que permitieron la consolidación del gobierno nazi, el llamado Tercer Reich.

Imágenes del documental sobre México en la Segunda Guerra Mundial de Clío TV, producido por Enrique Krauze.
     Uno de los elementos que mayor cohesión dio a la sociedad alemana del Reich fue el culto a la figura de Hitler, que se tradujo en la práctica de diferentes maneras, las más importantes fueron la fuerte promoción de la veneración al Führer, la rígida disciplina que se implantó en los colegios y que se trataba de introducir a la sociedad por medio de una policía cada vez más militarizada y, finalmente, la obediencia supuestamente incondicional que debía cada ciudadano a su líder. Aunque suele decirse que esto trajo como consecuencia el encarcelamiento y la muerte de quienes se oponían a Hitler y a su partido, la verdad es que existían opositores públicos que vivieron libres de persecución (aunque es posible que fueran constantemente vigilados) como Kurt von Hammerstein. Por otra parte, el factor de la obediencia incondicional fue eminentemente teórico, ya que aunque era Hitler quien tomaba las decisiones, llevarlas a cabo o no dependía de las circunstancias que se tuviesen delante y de la conveniencia que veían en su realización los oficiales más poderosos de la élite nazi. En cuanto a la propaganda y la estricta seguridad pública que poco a poco se transformaría en una policía especializada con redes de espionaje, solamente puede decirse que fueron mecanismos coercitivos muy semejantes a las propagandas políticas y los organismos de seguridad de otros países como Estados Unidos o Rusia. Si se forzó la conducta o se trató de suprimir la voluntad de los alemanes es una interrogante ociosa y carente de sentido; es claro, y he citado ya a Kershaw en el punto anterior, que el partido gobernante necesitaba reforzar en el pueblo una serie de ideas que eran fundamentales para el proyecto de restauración nacional, lo mismo ocurrió durante el siglo XVII con el Imperio Español y la plenitud del Barroco: se buscaba influenciar de manera determinada sobre seres humanos con una visión específica del mundo para que llevasen a cabo ciertos fines.
     En este punto me parece importante reflexionar sobre el discurso preponderante de hoy y el de la época y lugar que estamos tratando. Es de vital importancia tener cuidado con los enunciados que quieren implicar que Hitler de alguna manera «hipnotizó» a su pueblo o erradicó su voluntad para que respondiera a sus mandatos sin la mínima reflexión, esto fue una postura que se promovió durante la guerra para ganar adeptos a la causa de los Aliados dentro de sus propias fronteras, finalmente no todas las naciones que se vieron involucradas en el conflicto deseaban luchar y era necesario convencerse de que el bando «bueno» era el que advertía de los males que causaba a la humanidad el contrario. Aunque lo anterior es adelantarse a lo que se ha de tratar en este punto, considero que es pertinente señalarlo junto con lo siguiente: pese a que las medidas descritas arriba parecen orientadas a la anulación del individuo como lo conocemos hoy, no fueron tales y tampoco consistieron en métodos que se hubieran visto por primera vez con la llegada de Hitler al poder.
     Lo que podría censurarse es que, luego de aliarse con otro partido para gobernar, dado que en los comicios el partido nacionalsocialista había obtenido un alto porcentaje de votos (43%) pero no era la mayoría absoluta, se llevó a cabo la disolución de los otros partidos políticos, así como la destitución de detractores y opositores de cualquier cargo político o jurídico que desempeñaran, la unión de los sindicatos bajo la bandera del Frente de Trabajo Alemán, de tendencia nacionalsocialista, la canalización de jóvenes y niños hacia las Juventudes Hitlerianas y la paulatina transformación de la policía ordinaria en un órgano dependiente de la Schutzstaffeln (SS). Los cambios estructurales que sufrió el Estado fueron notables y, definitivamente, mostraban los síntomas del paso de una democracia apenas estabilizada hacia un fuerte régimen dictatorial, lo que tampoco alarma demasiado si se considera que desde 1871 y hasta 1918, Alemania existía unificada bajo el mandato del káiser. Nuevamente he de hacer una intervención reflexiva: la fuerte propaganda a la que estamos expuestos diariamente nos ha vendido la idea de que la democracia es el mejor régimen para la humanidad; solamente dentro de la democracia existen la libertad y las oportunidades de desarrollo, además la democracia es «moderna» y caracteriza a las sociedades tolerantes, productivas y que aspiran al bienestar global. Estos discursos, que no tienen gran diferencia con los que emplearon los nazis para convencer a la población de que la autocracia era la mejor forma de gobernar, responden a un contexto histórico y una lectura del mundo determinados, en este sentido es natural que al leer términos como «coercitivo», «dictadura», «disciplina» y «propaganda» inmediatamente se active una relación con lo malo, la opresión y la amenaza de nuestro estilo de vida. No obstante esta suerte de reacciones, si es sometida a análisis crítico, por natural que se presente no deja de mostrar su esencia prejuiciosa y doctrinal, especialmente cuando se enfrenta al ensalzamiento de la hábil administración de Hitler y su determinación de cambiar radicalmente la estructura del Estado, en lo que también existe una lectura heroica implícita. Como he aseverado en el punto anterior, si antes de iniciar la guerra Hitler hubiera muerto, aún se le recordaría como el mandatario más distinguido de Europa, el benemérito de Alemania y ejemplo de buen político, sin embargo los sucesos posteriores culminaron con su transformación en el más cruento monstruo conocido (por más que en la historia de la humanidad ha habido líderes mucho más sanguinarios, racistas e inescrupulosos que él). Otrosí, las medidas que ahora nos ocupan, y no la guerra ni el genocidio, fueron las más inteligentes a que se podía recurrir ante la búsqueda de un nuevo Reich que dejara atrás lo que, a juicio del propio Hitler y de muchos de sus seguidores, había traído consigo la deleznable democracia y su capitalismo hebraico.
     Pero si la nación estaba prosperando, la gente vivía en paz y Hitler no tenía un plan perverso desde el comienzo, ¿cómo comenzó la guerra? La pregunta no es fácil de responder y para ello hay que volver la mirada a las razones por las que, ante un nutrido auditorio, el Führer «hechizaba» a quien lo escuchaba. Quedaba aún un resentimiento por la derrota y, especialmente, por el tratado de Versalles que no había desaparecido. A esto debe añadirse el largo período que transcurrió entre 1919 y 1933, durante el que la devaluación del marco, la crisis en Estados Unidos, las ocupaciones militares de regiones fronterizas por impagos y los diferentes planes que buscaban imponer un régimen de sumisión sobre Alemania, acrecentaron el sentimiento de desesperación y el repudio por las potencias, que buscaban la satisfacción de sus intereses a costa del país sumido en el caos. El optimismo alemán, sumado a la glorificación del nacionalsocialismo y de su líder supremo, seguía albergando la añoranza del triunfo en el campo de batalla; no se trataba de ideas sembradas por Hitler a una audiencia abúlica o cautiva, sino de un genuino sentimiento arraigado entre quienes todavía se lamentaban por el fin de la guerra en 1918 (popularmente se decía que había ocurrido por una traición por parte de judíos infiltrados en los altos mandos, esto no era verdad pero el imaginario colectivo lo había aceptado como válido y era una de las causas por las que el antisemitismo era fuerte, incluso antes de que Hitler introdujera el elemento racista en sus discursos), el exilio del káiser y la obligada aceptación de «la culpa» de iniciar la guerra.
     Si, por una parte, eran las encendidas palabras del Führer las que motivaban a la población a seguirle y obedecerle, por otra eran los deseos de esa misma población, materializados en Hitler, los que les impelían a encumbrarlo y seguir apoyándolo. Hay constancia de que experimentados soldados se impresionaban con la facilidad de palabra del joven Adolf, antes de que se convirtiera en el dirigente de la nación, y aunque en sus testimonios escritos dejaron plasmada la buena opinión que les dejaba tras escucharlo, por encima del orador veían la vehemencia viva y exaltada de sus propios ideales, de sus propias lamentaciones y de sus propios deseos. Rees, por ejemplo, habla de la forma en que Göring se había fascinado por una de las arengas de Hitler antes de que éste ascendiera al poder; pese a la diferencia de edad y a la larga trayectoria militar de Göring, las ideas que comunicaba el joven le deslumbraron porque se correspondían, sin que se hubiesen conocido antes y por ende sin haber conversado nunca, a las suyas propias, se podía ver reflejado en él y eso le seducía y agradaba. El ansia bélica se fundió con la capacidad discursiva del líder, las arengas del nuevo prócer inflamaban las ambiciones de una nación que emergía de sus propias cenizas como el fénix y, ahíta de sí, ya no se podían contener en el rejuvenecido pero mutilado territorio sobre el que comenzaba a fundar su máquina de triunfos. Sin embargo la punzada de los abusos pasados y de la injusticia no cejaba, la nueva Alemania clamaba que se le restituyera la grandeza que traidoramente se le había arrebatado, exigía sangre porque en sangre y lágrimas le habían cobrado el oneroso tributo que les daba derecho a existir como seres humanos de segunda. Las mismas naciones que habían acribillado a una Alemania derrotada y tendida en el campo iban a ser las que implorasen piedad, la justicia estaba del lado del pueblo que una vez más se levantaba y no habría perdón para los tiranos que les obligaron a llevar un yugo más pesado que todos cuantos la historia había impuesto a los ancestros de la patria; las otras naciones habían desenmascarado su abyección inherente y habían renunciado a toda misericordia. No obstante, a pesar de la elevada producción armera del periodo y la rápida estabilización del país, la guerra era una posibilidad lejana, Francia y Gran Bretaña no estaban preparadas para una contienda y lo que se veía en Alemania era un vigor digno de respeto. El pueblo alemán, cuando finalmente se buscó la materialización de una justicia absoluta que acabara con ese resentimiento pútrido que había carcomido sus conciencias por tantos años y explotó en una enérgica campaña expansionista que buscaba restituir la grandeza territorial que se había perdido con las imposiciones de Versalles, confiaba en que su poderío amedrentaría a cualquier país que pretendiese ponerles un freno; para el propio Hitler la guerra se veía más como una ficción que como una posibilidad. Aunque existen comentaristas que afirman que esto no es así y que la Segunda Guerra Mundial se había fraguado desde 1933, otros son más escépticos y reconocen que hasta la invasión sobre Polonia en 1939 no había una genuina pretensión bélica.
     Hitler había alcanzado un aura aún más heroica luego de que anexara Austria y territorios checos al Reich. El mantenimiento de la paz en esos momentos se atribuía a su gran capacidad diplomática, era concebido como un político de primera y la veneración expresa alrededor de su figura no permitía que se disintiera; no obstante, tras el éxito bélico en Polonia no solamente el Führer sino toda Alemania se vistió con el heroico oropel que tanto tiempo habían ansiado. Al fin la concepción épica del héroe que Hitler acariciaba desde su juventud se volcaba de manera genuina en él. El pueblo, comprometido con las ideas de la autocracia y convencido de que no solo la mejoría en su calidad de vida, sino la anexión de territorios que desde mucho tiempo atrás deseaban poner en práctica la doctrina del pangermanismo, encumbrado por líderes políticos conservadores, y los triunfos que resultaron en la conquista de Polonia, Dinamarca, Noruega, Francia y los Países Bajos, eran producto de un liderato quasi divino que solamente podía corresponder con la figura no menos encomiable del Führer.
     A estos notables triunfos se sumó la admiración extranjera y la firma de pactos que revelaban una estratagema de genialidad indescriptible. Vale la pena mirar de nuevo hacia nuestra definición operativa y constatar si acaso Hitler no puede asociarse con los elementos que la componen; si las proezas en el ámbito administrativo no eran suficientes para que el pueblo alemán le revistiese de un ilustre resplandor, la relevancia de los triunfos militares terminaron por coronarlo como el máximo paladín de la patria y de la humanidad sufriente. Parece, a la luz de los discursos contemporáneos, que esto no puede aplicarse al individuo sobre el que hemos tratado en las diversas partes de este artículo y, sin embargo, conviene considerar que esta percepción fue eminentemente la de la mayoría de los alemanes de la época. Sin duda, las propagandas y los conceptos cambian con el tiempo; Napoleón, por ejemplo, pasó de villano a genio militar en pocos siglos, ¿estaremos presenciando un caso de trasmutación reputativa semejante? Sea cualquiera la respuesta, el momento de las aplastantes victorias del Reich en el campo de batalla fue concebido por el pueblo como la manifestación terrena del cumplimiento de su destino ultraterreno. Más allá del tan cacareado asunto de la superioridad racial, se gestaba desde los círculos intelectuales y se permeaba en el pensamiento común la noción de que la guerra era en efecto el más efectivo movimiento que llevaba a Alemania a incidir, al fin con los resultados esperados, en el destino mundial como la supremacía modélica que reinventaba al hombre desde el hombre mismo. Una parodia del Génesis, si se quiere, pero Génesis a fin de cuentas se estaba llevando a cabo desde 1936, cuando los triunfos se cosecharon en el terreno de la diplomacia, pero solamente a partir de 1939 adquirió su forma definitiva de re-creación. La nueva guerra encabezada por el Tercer Reich había dejado atrás la experiencia de 1918, una conflagración desmesurada pero todavía pasmosamente terrena entre naciones, un pleito grande si se quiere simplificar en demasía; el nuevo conflicto era el vehículo que conducía hacia un plano superior, un poema épico trascendental que incluso opacaba la grandilocuencia homérica y se configuraba desde la sobriedad retórica y la sanguinaria imaginería de la tradición germana. En pocas palabras, la guerra se había convertido en la concreción incuestionable de la heroicidad del Führer.
     Ahora bien, ya he señalado que, dadas las condiciones económicas, sociales y militares de otras naciones europeas, el rápido crecimiento de Alemania en dichos ámbitos hacía concebir la resolución bélica como una ficción lejana, sin embargo, esto no implicaba que ocupaciones de cariz militar, como fue invadir Polonia, se pretendiesen gestas pacíficas, muy por el contrario, lo que se esperaba es que toda oposición se disolviese casi de inmediato, sin duda gracias a la magnitud del poderío armamentista germano y a alguna demostración violenta y desmesurada de su capacidad destructiva. Que Francia y Reino Unido declarasen la guerra fue una sorpresa, empero concordaba con las expectativas nazis: no se esperaba una confrontación que pusiese en jaque la solidez del Reich, incluso los ciudadanos de Berlín sentían la confianza de que se triunfaría y, en el remoto caso de ocurrir la derrota, la capital se mantendría incólume; lo fundamental del optimismo es que esta vez no podrían perder, ¡era imposible! Este sentimiento fue creciendo gracias a las múltiples victorias en diferentes partes de Europa y África, pronto parecía que Gran Bretaña era el último bastión opositor, dado que la intervención americana no se hacía patente. Aquí cabe cuestionarse los motivos por los que los alemanes no buscaron detener la expansión por senderos cada vez más escabrosos en pro de afianzar sus fronteras. Considero personalmente que el heroísmo que hasta entonces se había desplegado de manera concreta y visible terminó por obnubilar el juicio del Führer; quizá lo anterior en conjunción con una desesperada táctica y, por lo mismo, poco efectiva, de acabar de una vez con los últimos enemigos genuinos en el continente, fue lo que ocasionó el derrumbe de la máquina erigida por el Reich. Ocurrió, por plantearlo de manera chusca, como con Julio César al no poder conquistar la aldea de Astérix. Por supuesto que, fuera del universo del tebeo, el error de caer víctima de la ambición se pagaría con más que unos cuantos golpes y violencia caricaturizada.
     No se puede dejar de lado otro factor importante que influyó en la derrota de Alemania: la alianza con Italia, que supuso más problemas y preocupaciones para los alemanes que un alivio en el campo. Aquí no se pretende evaluar desde el ámbito de la estrategia militar las acciones bélicas, sino como he venido repitiendo, desde la operatividad de la definición, por lo que las causas de la derrota si se mencionan son solamente para afianzar que la concepción heroica del líder nazi no menguó necesariamente por y a pesar de ellas. Sin embargo, es verdad que los detractores no tardaron en aparecer conforme los batallones caían y el sustento de dos frentes bien amplios y alejados entre sí se hacía cada vez más difícil. Hay que recordar que a las contundentes victorias germanas se sucedió la menos afortunada de todas las ofensivas: la batalla por Moscú, que inauguró una serie de pasos desafortunados que condujeron al acorralamiento de los nazis en su propio territorio. En consonancia con el rápido ascenso de la figura de Hitler como héroe, su descenso fue igualmente acelerado a ojos de ciertos mandos militares y administrativos, aunque en definitiva no fue tan inopinado ni generalizado como el primero. A todo lo anterior hay que agregar el otro gran conflicto humano: la solución final. Afirma Emmanuel Faye en Heidegger. La introducción del nazismo en la filosofía que la dominación anhelada por el régimen nazi en realidad se fundamentaba en la aniquilación de aquellos hombres que pertenecían a pueblos no-völkisch, esto abre un interesante debate que permite entender el motivo por el que las ansias expansionistas nunca se vieron satisfechas; la intención no era apoderarse del mundo sino, nuevamente, como en la épica tradicional, restaurarlo a su estado primigenio y más puro, intención fundamentada ya no en las viejas nociones mágicas de la época Medieval sino en las nuevas instancias de fe: las ciencias naturales. En este sentido, el conflicto humano no fue netamente antisemítico sino que incluyó muchos más grupos que padecieron la misma o peor suerte que los judíos aprisionados en los campos. Esta tremenda y atroz empresa no podía sino satanizarse al final de la guerra, dado que los nazis habían perdido y por ende había que destruir todo su aparato filosófico-ideológico para no volver a despertarlo jamás.
     Fue precisamente con la guerra que la expresión más sublime de heroicidad se hizo manifiesta en la figura del Führer y, en diametral y simétrica correspondencia, la deturpación de semejante envergadura aconteció después de la derrota. Perder no fue lo que comprometió el mantenimiento de la calidad de héroe de Hitler, sino la versión histórica que se propagó después de haberlo derrotado. ¿Qué historia mundial tendría aplauso si es el héroe el vencido y vilipendiado? ¿En qué ideales cabe la idolatría del inicuo? La misma lógica que sigue la operatividad de la definición de héroe aquí planteada fue la que siguieron los historiadores que, del lado de los Aliados, relataron y reconfiguraron los discursos históricos y heroicos para transformar al líder del Tercer Reich en una de las figuras más abyectas que haya engendrado el género humano. Stalin habría sufrido la misma suerte si, por una parte, su nación no hubiese participado de manera tan notoria en el derrocamiento del régimen nazi y, por otra, si no hubiera contado desde entonces con la capacidad económica y militar para salvarle de dicha suerte. En este sentido, el auge y la ruina del Tercer Reich concordaron con los de la heroicidad de Hitler, aunque todavía en ciertos resquicios del mundo intelectual se cuestionan estos temas, no siempre eso sí con la libertad que se esperaría. Hechos tan grandes, que han marcado el destino del mundo, como ocurre en otros ámbitos, terminan por convertirse en tabúes que la cultura popular se muestra reacia a desacralizar. ¿Será una cuestión meramente temporal? A mi juicio, puede ser que sí. Entre tanto, me resta insistir en que todavía hubo muchos seguidores del Führer que tras su derrota y polémica muerte, lo siguieron idolatrando como a un verdadero héroe, y aún hoy hay quienes lo mantienen como modelo a seguir. Si atendemos a las características de la definición que nos ha servido de base, por otra parte, podemos decir que en efecto Hitler fue un héroe, aunque el discurso oficial se esmere en negarlo.

Imágenes del documental History’s Secrets: The Hunt for Hitler.


1. Introducción➝
2. La definición operativa de héroe ➝
3. Liderato y carisma ➝
5. Comentarios finales ➝

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