Laurence Rees, en su estudio sobre la capacidad persuasiva de Hitler, apunta que la personalidad íntima de éste era bastante lamentable, máxime si se compara con su fuerte carisma público. ¿En qué radicaba entonces esta especie de magnetismo que ejercía el Führer sobre sus seguidores? Su habilidad retórico-discursiva es lo primero que habría que invocar, pero además existen factores adicionales, uno de ellos, quizá al que debemos prestar mayor atención desde nuestra contemporaneidad, es que no había una predisposición a rechazarle de forma indefectible e invariable; otro tiene que ver con los elementos que se conjuntaron en la población para encontrar en él una promesa, una esperanza y también una posible figura heroica. El momento del ascenso de Hitler al poder está marcado por una debacle nacional: desempleo, crisis, pesimismo exacerbado por haber perdido la Gran Guerra; el contexto histórico nos muestra a un pueblo sumido en la desesperación. Parece una natural respuesta humana que, ante situaciones tan extremas, la gente buscara esperanzas; Hitler no solamente ofreció restablecer la seguridad y el bienestar perdidos después de la guerra, sino que prometió planes que por milagrosos que suenen en el imaginario colectivo de nuestros días, eran factibles y se correspondían con la mentalidad alemana.
Se puede argumentar, por otra parte, que muchas de las promesas eran ambiguas o se prestaban después a una multiplicidad de interpretaciones que no eran, en esencia, las que la gente tendría en mente, pero esta suerte de argumentos parecen partir de varias ideas cuestionables. La primera de ellas es que surgen de la creencia en que Hitler desde siempre había poseído un plan perversamente diseñado para desatar la guerra, dominar al mundo y exterminar a los judíos; posiblemente esta imagen a él le habría satisfecho mucho (hay que pensar que en su autobiografía miente constantemente, encumbrándose a sí mismo como si desde su juventud hubiera estado destinado a ser un líder glorioso que restituiría a Alemania y a los germanos su lugar en la cúspide de la Creación), pero en realidad los planes malévolos y el exterminio llegaron después. Es verdad que cuando inició su carrera política ya creía en que era su deber restaurar a Alemania, pero sus partidarios también lo creyeron. Por otra parte, el antisemitismo, como más adelante explico, no fue su invención sino que era ya un sentimiento vigoroso y bien establecido en la nación de aquella época, especialmente entre las clases populares y los partidos de derecha.
Otro punto en contra de estos argumentos es que si las promesas eran ambiguas no era porque estaban diseñadas con la intención de convertirlas en el programa de expansión fascista de la guerra, ni eran el germen original de la misma, sino que se habían configurado así para apelar a los sentimientos del ciudadano desesperado que necesitaba librarse de la culpa de la derrota, mirar hacia un futuro que no supusiera miseria y recuperar el bienestar cotidiano que tanto añoraba, esto es, eran promesas demagógicas orientadas al triunfo político, algo que puede ser cuestionable pero que ha sido y sigue siendo la estrategia de muchos que buscan detentar el poder. La profesión política, desde la Antigüedad, se ha concebido como algo lleno de suciedades que el buen prócer debe limpiar, también en esto se encuentra inmiscuida una concepción de heroicidad que mueve a la gente, Hitler que era un apasionado de las antiguas épicas y que después de la experiencia en el campo de batalla reconoció el valor del heroísmo verídico y vivo, supo conjugar estos elementos y aprovecharlos. Lejos de tratarse de la maldad pura, hasta este punto solamente había demostrado una gran habilidad política.
Otra idea que origina estas argumentaciones es que todo el «mal» que se cometió durante la guerra dimanó de Hitler, quien hizo todo, desde dar las órdenes hasta asegurarse de que se ejecutaran, y por supuesto esto se había gestado ya en sus años de gobernante. Al respecto es necesario reconocer la gran agudeza intelectual de Hitler, pero no puede considerársele un súperhombre; muchas de sus ideas no fueron suyas desde siempre, sino que tuvo la capacidad de asimilar lo que le resultaría útil y, asimismo, de rodearse de individuos de agudeza mental semejante, por lo que aprendió sobre la marcha e hizo suyos aquellos pensamientos y conceptos que le parecieron provechosos. Él no hizo, ni pudo haber hecho, todo solo y la clase de argumentos que intentamos rebatir aquí, parecen simplificar al extremo lo que atacan, al grado de considerar que todo fue obra de Hitler y todo estuvo siempre ahí, que el hombre nunca creció ni se desarrolló durante su vida, poco falta para que digan que ya tenía el bigote y el peinado característicos desde su nacimiento. En estas pocas líneas espero que, cuando menos, quede evidenciado no solo que es de menester repensar lo que aceptamos como válido sino que, sea cual sea nuestra postura ante los acontecimientos históricos, nos corresponde problematizarlos y enjuiciarlos realmente para evitar caer en los errores que nos llevan a polarizar el mundo entre los buenos y los malos, ellos y nosotros, los justicieros y los que se les oponen.
De vuelta al tema que nos ocupa en este apartado, cabe insistir en que el inmenso apoyo que Hitler recibió, toda vez que no fue absoluto desde el inicio, fue lo bastante vigoroso y multitudinario porque respondía a la sensibilidad pública que Hitler había sabido tocar con sus promesas, con lo ambiguas que pudieran ser, pero también con sus dotes oratorias tan bien desarrolladas; pudo ganarse la confianza de muchos, especialmente los que comulgaban con las ideas conservadoras de los partidos ya existentes. En este sentido y aunque parece absurdo anotarlo, hay que decir que el discurso original de Hitler no fue «aniquilaremos a todas las razas inferiores» o «marcharemos a la guerra para establecer un nuevo orden mundial», sino que prometió restaurar al país y, como podrá observarse en el video que se presenta al final de este apartado, reconoció que no sería una labor inmediata (me vienen a la mente los cinco minutos que Fox dijo requerir para resolver el problema zapatista, pero esto es mero comentario por completo fuera del tema). Es verdad que el antisemitismo sí formaba parte medular de varios de sus discursos, pero como ya he apuntado con anterioridad esto no fue una idea exclusivamente suya, ni se dedicó con sus discursos a introducirla en la mente de una sociedad cosmopolita y tolerante; se trataba, lo reitero, de una vigorosa corriente de pensamiento y un vivo sentimiento que tuvieron fuertes partidarios en muchas partes, con especial énfasis en los partidos políticos de derecha, aunque también dentro del ejército, algunos sectores del clero y, por supuesto, entre los ciudadanos de a pie. El pesimismo imperante por la derrota y las dolorosísimas sanciones que el tratado de Versalles había impuesto sobre Alemania, aunado al ambiente de violencia y la crisis económica, había orillado al pueblo a buscar un chivo expiatorio; los judíos y los comunistas se habían convertido en los candidatos idóneos para cargar con la responsabilidad completa. Entre la gente gozaba de mucha popularidad la creencia (equivocada, eso sí, pero ¿cuándo el problema de la verdad ha detenido a la gente?) de que la guerra se había perdido por una traición gestada desde las altas esferas del poder (¡sí! ¡teoría de la conspiración de principios del siglo XX!), planificada con diabólico maquiavelismo por judíos comunistas que buscaban el hundimiento de Alemania. La verdad es que la guerra se perdió porque las coaliciones contra Alemania fueron más fuertes y no había manera de vencerlas, pero las rebeliones de inspiración marxista que sucedieron a este turbulento periodo, aunado al desprecio generalizado que los sectores eminentemente cristianos, católicos y protestantes, sentían por los judíos jugaron en favor del discurso segregador que prometía erradicar estas «plagas sociales». Habría que aclarar que esta «erradicación» consistía esencialmente en la expulsión de judíos y extranjeros del país, de suerte que solamente los genuinamente alemanes pudieran quedarse dentro de la nación. De nuevo hay que hacer hincapié en que el exterminio no estaba planificado desde el principio.
De cualquier manera, la población estaba encantada y, sobre todo, seducida por las arengas de Hitler, así como por sus proyectos a futuro. Lo siguiente que le hizo revestirse de un aura de heroicidad indiscutible fue que cumplió las promesas de restauración. De nuevo la prosperidad y la riqueza, al cabo de cuatro años, formaron parte de la vida cotidiana alemana. De esta manera Hitler se convirtió en una personalidad histórica y relevante para su nación; consiguió dirigir hábil y efectivamente la restauración de la misma. Entra dentro de nuestra definición de héroe porque, en efecto, se volvió ilustre y virtuoso al devolverle a su pueblo lo que tanto anhelaba; su primera gran hazaña fue ejercer un brillante liderazgo, que no solamente desembocó en estabilidad política, económica y social sino que además preparó el camino para convertirlo a él, Adolf Hitler, el mismo hombre que antes de la guerra malvivía como pintor en Viena, en objeto de un culto popular cercano al del fanatismo en la patria que más admiraba.

Rosa Bernile Nienau, jovencita de ascendencia judía, junto con Adolf Hitler en Obersalzberg. Fotografía de Heinrich Hoffmann, tomada del libro Hitler’s Alpine Headquarters de James Wilson.
El asunto del culto a la figura del Führer es algo que merece más atención de la que aquí puede darse, sin embargo no por ello dejaré de dedicarle algunas líneas. Según Ian Kershaw en El mito de Hitler, la construcción de la figura heroica del líder nazi, así como su reflexión en el imaginario colectivo, no fueron resultado de una simple admiración política ni de una desmedida gratitud después de ver restaurada a la patria. De acuerdo con el historiador británico «las dos preocupaciones, por la construcción de la imagen y su percepción, se hallan íntimamente relacionadas. No existe la menor duda de que el mito de Hitler fue deliberadamente maquinado como fuerza integradora por un régimen agudamente consciente de la necesidad de fabricar consenso». Mis recientes lecturas alrededor de la figura de Hitler me llevan a opinar que tiene razón; algunos testimonios que pueden recogerse en la red, por ejemplo, hacen énfasis en el carácter utilitario de los despliegues de fasto y poderío que caracterizaron a los desfiles militares, la celebración del quincuagésimo aniversario del Führer o la de las Olimpiadas, en contraposición con el carácter sobrio y reservado del propio Hitler, que prefería para sí la modestia mas no por esto dejaba de estar consciente de la necesidad de proyectarse como un líder impecable, invencible y omnipresente. Nuevamente hay que apuntar que el héroe necesita fama y veneración para ser considerado tal, la virtud y la bondad de sus acciones no están realmente plantadas en la infértil tierra de la moralidad sino en la siempre frondosa y prolija huerta del amor de la masa. Si hay algo que buscamos ponderar en este sencillo artículo es, de manera muy especial, la forma en que Hitler supo hacerse amar por su pueblo, que genuinamente le correspondió con fervoroso fanatismo y que aún lo recordaría como a su más grande prócer si hubiese muerto en 1939 y no seis años después. Para el año de 1939, el panorama de la Alemania nacionalsocialista había cambiado radicalmente, las fuentes de empleo no se agotaban, la crisis había disminuido y se hacían provechosos intercambios comerciales con países en vías de desarrollo como Brasil, México o Turquía. El pueblo, si como dicen algunos no había mejorado en mucho su calidad de vida, al menos estaba satisfecho de no encontrarse sumido en la miseria, aunque parecen más creíbles las versiones historiográficas que documentan una época de trabajo, paz y prosperidad. Se vitoreaba al Führer en los colegios y en las celebraciones nacionales, así como en sus discursos y apariciones públicas. Hitler era más que un mandatario, era el salvador de Alemania.
Por supuesto que lo anterior no excluye que se haya valido, asimismo, de medios terribles para convencer a quienes no aceptaban de buena gana su voluntarioso magnetismo. Amenazó e intimidó a muchos que se le opusieron, cuando no los asesinó; pero este proceder, nuevamente, no fue una innovación suya ni tampoco algo por lo cual se volviera un personaje aborrecible. En la historia de la humanidad las intrigas, los homicidios y las amenazas son una constante acaso más universal que el bien mismo. Juzgar con excesivo rigor a este personaje por lo que doctrinalmente se nos ha condenado a pensar es, a final de cuentas, buscar un polo opuesto para sentirnos expiados o libres de la maldad que habita en el hombre. Por otra parte, está claro que no fueron sus métodos para alcanzar la cúpula del gobierno lo que lo hace execrable para muchos, ni fueron la causa por la que el día de hoy promover sus ideas dentro de Alemania y otros países sea un delito penado, sin embargo, si desde los factores que constituyeron su brillante administración inicial se pueden encontrar similitudes con otros personajes y otras épocas, cabe la posibilidad de cuestionarse qué hace tan excepcionalmente aborrecible a éste, ¿genuinamente él y sus ideas? ¿Genuinamente sus decisiones y acciones? ¿Algo genuino e inherente a él o, por el contrario, una imposición revisionista posterior, afanada en evitar que se susciten casos semejantes pero ciega ante la realidad humana que trata de contrarrestar? Estas interrogantes, que no van a encontrar respuestas definitivas en este humilde artículo, al menos pueden orientarnos a pensar cómo funciona la transmisión de lo que llamamos «verdades», lo que nos dará la oportunidad de elegir mejor entre lo que decidimos pensar, creer y profesar, y lo que no.
Volviendo al tema del liderazgo, Hitler tuvo la capacidad de penetrar en el intelecto colectivo de modo que se cumpliese la premisa que hemos planteado en el punto anterior: se volvió bueno por mostarse constituido por los valores sublimes que la sociedad de su época admiraba y anhelaba consagrar como universales. La desaforada pasión de quienes lo aceptaron sin necesidad de intimidaciones, que luego se transformaría en la idolatría disparatada que he comentado al principio de este punto, es también un aspecto medular para considerarlo héroe: más allá de los planteamientos mágico-esotéricos, el culto al Führer aseguró las atribuciones encomiables de manera definitiva en él, es decir, lo convirtió en la norma excelente que casi por natural inclinación debía ocupar un lugar como regente universal. De nuevo, la visión de la bondad asociada a los valores multitudinarios dio como resultado una búsqueda volitiva y pertinaz de encumbrar en él a toda la nación. Por su parte, su pasión por Alemania, por el carácter de la épica y su grandilocuencia le ayudaron a autoasumirse como héroe y, asimismo, a proyectar ante el pueblo esta misma imagen; su exacerbada confianza en sus habilidades y el recuerdo de la Gran Guerra, le llevarían a asimilar el resentimiento germano ante la derrota y a canalizarlo de vuelta contra el mundo que los había condenado. Una vez afianzado en la bondad y la veneración, solamente le faltaba realizar una proeza que se inscribiera en el marco épico que tanto le obsesionaba.
Extractos de discursos reales de Adolf Hitler ante sus correligionarios y otros ciudadanos alemanes.
1. Introducción ➝
2. La definición operativa de héroe ➝
4. El auge y la ruina del Tercer Reich ➝
5. Comentarios finales ➝
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