Creo, además, que conviene popularizar o, cuando menos, cotidianizar el ejercicio ahora que está tan en boga disparar a muerte contra una hegemonía conservadora inexistente (sobre estas tendencias se había escrito ya aquí). También pienso en la necesidad de volver a las definiciones, ya que el uso popular ha vaciado a los vocablos de su significado y los ha convertido en comodines contextuales, cuya valía más parece dada por convenciones intuitivas que por una genuina y consciente comprensión de la semántica. Al final la pretensión de este modesto artículo no es declarar un ganador en el debate de si Hitler fue el peor de los villanos o el mejor de los héroes, tampoco es persuadir de una u otra versión, sino provocar una revisión personal, lo concienzuda que se quiera hacer, de lo que se acepta «por default» desde la comunidad y desde el individuo. Si alguno se mantiene en la posición original, por lo menos ya habrá considerado una serie de elementos que le permitirán afianzarse en su opinión; si alguno la cambia, tendrá por provecho que además ha despertado el intelecto para problematizar lo que tiene delante. La empresa es, entonces, tremendamente ociosa pero también insufriblemente ambiciosa, por lo que cualquiera que sea el resultado no habrá de dar satisfacción a nadie.
Ahora bien, he mencionado rápidamente el problema intrínseco de la documentación. Es necesario comprender que las fuentes históricas, como ordinariamente ocurre, ofrecen un grado difuso de fiabilidad puesto que en cuantas encontremos se habrán de matizar las narraciones historiográficas según sea más conveniente para los propósitos de los historiadores. No es un secreto que las herramientas de transmisión de la Historia, pese a que aspiran a la tan cacareada imparcialidad, terminan por moldear los hechos ya que no son entes conscientes per se; como en toda disciplina humana, se trata de medios para alcanzar determinados objetivos. Ahora bien, no se busca plantear aquí teorías de conspiración alrededor de la manipulación de la información, sino meramente hacer conciencia sobre una realidad patente en el mundo académico. Por esto es tan importante aguzar el ojo crítico, ya que son escasas las cosas en este mundo a las que podemos conferirles nuestra absoluta confianza. En este sentido, la médula no debe ser si los hechos han sido suscitados o no, sino quiénes narran los hechos, cómo los narran y qué lógica estructura dichas narraciones; al mismo tiempo, conviene considerar si las consecuencias perceptibles corresponden a lo que se ha planteado o, por el contrario, suponen un conflicto de concordancia que es necesario matizar. Asimismo, debe tenerse en cuenta que para comenzar la exploración alrededor del problema de la heroicidad de Hitler, se debe lidiar con un impedimento casi infranqueable: abundan los textos, estudios y las biografías que enfatizan la maldad del personaje, pero escasean aquellos que se fijan en él como se han fijado, por ejemplo, en Alejandro Magno o Napoleón, es decir, esforzándose por dejar de lado los apasionamientos impuestos por el adoctrinamiento alrededor de su figura. Escasean, aunque no son inexistentes, los documentos en los que el autor mantiene la distancia emocional. Por otra parte, proliferan en la red las alabanzas fanáticas al Führer, algo prácticamente inútil, ya que no abandonan el terreno de la opinión dogmática, sencillamente se contraponen al desprecio ciego hacia el mismo objeto.
Ante este panorama, el razonamiento más sencillo es interrogarse si son necesarias más pruebas sobre la nula heroicidad de Hitler. A mi juicio, siguen haciendo falta, pues aunque se me argumente que la opinión mayoritaria, expuesta en gran cantidad de documentos, que acusa la maldad del personaje es bastante para convencer a cualquiera, me vería en la necesidad de rebatir dos cosas: lo primero es que el común acuerdo no es necesariamente la elección más atinada, ni la que detenta la razón, por más que la mercadotecnia se esfuerce en decirnos que el número mayor se come al más pequeño o, dicho de otro modo, que tantas personas de la misma opinión son incapaces de estar en un error. Los amantes del ateísmo, que a la par suelen ser ínclitos abortistas y empedernidos enemigos de Hitler y lo que representa, quizá con poco gusto tendrán que aceptar, por ejemplo, que su elección de sistema de creencias es propio de una minoría mundial; según estimaciones realizadas por WIN-Gallup International en 2012, el 13% de la población mundial se autodefinía atea ante un 59% que se autodefinía religiosa y un 23% no religiosa (no necesariamente atea). ¿No es suficiente, si la mayoría está en lo correcto y de manera indefectible la minoría en un error, con revisar estos números para convencerse de la naturaleza falaz del ateísmo? Habrá muchos que argumenten que no, quizá se basarán en las funciones psicosociales de la religión para comprobarlo u optarán por otra suerte de argumentos, pero el desacuerdo sería generalizado y se defendería con ferocidad. Esto me lleva al segundo punto que habría menester rebatir: la convicción alrededor de lo que se defiende y su relación con lo políticamente correcto. En la actualidad parece muy natural, por lo menos en Occidente, que alguien se proclame como crítico de las religiones, de los valores, de las elecciones ajenas, etcétera, pero encuentra en ciertos escollos temáticos un freno que no se puede zanjar ni evadir: la corrección política. Ciertas cosas, especialmente las que representan una hegemonía de antaño que se imagina vigente en la actualidad, parecen estar en la mira de las críticas y las problematizaciones por obligación moral, mientras que otras no deben tocarse como si se tratase de los más sagrados asuntos que conociese el ser humano. De esta manera, la hipocresía imperante ha vuelto tabú la crítica contra la homosexualidad, contra el feminismo o contra el sionismo, mientras que la oposición a reivindicar la reputación de figuras como Hitler, Tomás de Torquemada o Porfirio Díaz se ha convertido en norma. En más de una ocasión, por ejemplo, he escuchado a personas hablar del desprecio que sienten por quien expresa algo positivo alrededor de estas figuras, de manera muy especial las dos primeras, mientras que ensalzan a quien sacraliza la unión de personas del mismo sexo o la violencia ejercida por una mujer contra un hombre (parece importante, para quienes quisieran colgarse de esto para proferir algún insulto, aclarar que esto no es feminismo esencialmente, pero cabría apuntar que existen personas que aún hoy se confunden con el término). A final de cuentas, prima la imposición de una nueva axiología que, como casi todas, prohibe la reflexión sobre sí misma; el incumplimiento de este veto conlleva la exclusión, la violencia moral y en ocasiones hasta física. En este mundo, donde la premisa hegemónica es que se da la bienvenida a las diferencias y a la multiplicidad, no hay cabida para quien piensa genuinamente diferente. Ponderar la heroicidad de Hitler en definitiva reta a este constructo de valores.

Bruno Ganz personifica a Adolf Hitler en el filme de 2004 Der Untergang. La película retrata el lado humano del líder nazi, en lugar del hiperbólico monstruo con que se asocia «por default».
2. La definición operativa de héroe ➝
3. Liderato y carisma ➝
4. El auge y la ruina del Tercer Reich ➝
5. Comentarios finales ➝
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