Molly Cram o la desdicha de ser el humano en el planeta de los simios

Sin duda no hay mejor reflejo de la desdichada humanidad que el que encarna el singular personaje al que da vida Troy McClure en El planeta de los simios. El musical. No obstante, fuera de toda ficción existen casos que hacen mesarse las barbas al más digno representante de todo lo bueno y decente, sobre uno de estos peregrinos episodios es que quiero componer esta modesta entrada.
     Todo ocurre en la célebre ciudad de Chicago, cuna de la mafia italoamericana más reconocida gracias a las películas y series policíacas que por sus actos criminales per se (como si darle alcohol al sediento fuese, en efecto, un crimen… pero ¿quiénes somos nosotros para juzgar las disposiciones de las leyes de antaño?); un ciudadano más corriente que común acude al banco de esperma local para hacer una donación. Fin del cuento para él, doquiera que se encuentre. No obstante, para la infeliz víctima de esta tenebrosa y, como se verá, harto lóbrega historia, esto apenas ha conformado el aciago prólogo del infierno en que pronto se habría de convertir su vida.
     Molly Cram era una típica joven norteamericana de 19 años con sueños y proyectos, como muchas otras jóvenes norteamericanas, sin embargo algo en ella no era como en las demás. ¿Qué hacía de Molly alguien especial? Se las dejo fácil: no era el corte de cabello hasta unos cuantos milímetros más abajo del hombro, tampoco el profundo y delicado color de aceituna de sus ojos ni la encarnada tersura de sus delgados y exquisitos labios, nada de eso, no al menos por separado. Lo que la distinguía de las demás jóvenes de su barrio en los suburbios de Chicago era su consciencia étnica y la firme convicción de que su genética era, a todas luces, una confección específica, ideada por la sabiduría divina, para hacerla, en efecto, la mejor exponente de su tipo. ¿Lo han pillado? Bueno, en términos ramplones, ella pertenecía a un grupo de etnocentristas preocupados por la purificación humana, que cuando se reportó el suceso las fuentes poco o nada confiables catalogaron sin más como «neo-nazis americanos» y con esto condenaron a la pobre Molly a ser repudiada por sus audiencias sin el mínimo derecho a réplica ni comprensión ninguna. El grupo, que por aquel entonces se convirtió en una organización cívico-religiosa de nombre «La Blanca Espera en la que Estamos» (The White Wait We’re In, en el inglés original) y de profunda inspiración judeocristiana, se dedica entre otras cosas a fomentar el convivio familiar, pacífico y altruista entre individuos de la misma filiación genética, la edificación moral de la comunidad por medio de servicios religiosos y la realización de labores domésticas y trabajos pesados a bajo costo, todo ello con la convicción de mejorar al género humano desde el mejoramiento intrínseco del individuo genéticamente predispuesto al bien.
     Ocurrió, pues, que a principios de 2012, los white-waiters, como se hacen llamar los antiguos correligionarios de Molly, hartos de ser frecuentemente asociados a grupos radicales promotores de la violencia y el odio racial, decidieron cortar por lo sano y abandonar los suburbios para empezar, como hicieran en su momento otras facciones religiosas, una población autónoma donde rigieran los estatutos y creencias de «la Espera», sin que les estorbasen las pecaminosas imposiciones del resto de la gente que, estaba claro por los constantes ataques y la discriminación a que les sometían por creer que ser blanco es algo moralmente bueno, no los aceptarían jamás.
     Centrados, pues, en el nuevo objetivo, la creación de una sociedad white-waiter, cada uno de los miembros de la Espera hizo cuanto pudo para que el proyecto pronto fuese una realidad. Lo primero fue deslindarse por completo de todo aquello que, de alguna manera, confrontase negativamente sus creencias o estilo de vida, de modo que muchos dejaron de frecuentar a amistades que no pertenecían al culto; los jóvenes cuyos padres no aprobaban su adhesión a la Espera se fueron a vivir con parientes o amigos que sí fuesen miembros; las parejas de jóvenes que tenían filiaciones sociorreligiosas diferentes se disolvieron, de suerte que los white-waiters pudieran entablar nuevas y mejores relaciones entre ellos. Cabe destacar que muchas de las parejas que se formaron entonces, al día de hoy siguen juntas y prosperando; la pobre Molly pensaba, ingenuamente, que su vida iba a ser como la de esos idílicos matrimonios blancos, pues no contaba con la perversidad social ni con el odio que siente la gente por aquellos a quienes les es dado regodearse en su propia simpleza. Pero me estoy adelantando, todavía es necesario decir que la protagonista de esta cruda historia también tuvo que dejar a alguien especial, sin embargo lo hizo voluntariamente y con miramientos a una mejor vida, más plena, más libre y carente de prejuicios contra su blancura innata. A poco de haberse iniciado el proyecto, Molly abandonó a su novio de siete años, Michael Perurena, un hombre de origen vasco que enseñaba español en la Universidad de Chicago; a los pocos días, no obstante, acogió en la que todavía era su casa a un nuevo novio y, esperaba ella, futuro marido: Payton Zinkon, un joven soltero de 22 años que acababa de unirse a la Espera.
     Payton era originario de Rhode Island, no había ido a la universidad y se ganaba la vida como operador de maquinaria pesada, albañil o prácticamente cualquier cosa que requiriese sudar. Se había mudado a Chicago persiguiendo la promesa de un mejor salario y la posibilidad de desarrollarse profesionalmente, pero por desgracia su aventura terminó pronto ya que la fábrica en la que era ensamblador quebró y él, sin dinero suficiente para volver a su tierra natal, se vio condenado a la indigencia de la noche a la mañana. Mientras buscaba trabajo se encontró con miembros de la Espera, que le acogieron inmediatamente por ser blanco y encontrarse en una situación desfavorecida. Durante el convivio posterior al culto de adoración dominical, Payton conoció a Molly y quedó prendado de su caucásica belleza, ella a su vez no pudo evitar encontrar en él la hombría blanca que tanto necesitaba en su solitario hogar, fue amor a primera vista. El proyecto de los waiters y la vida de Molly parecían, hasta ese momento, seguir una misma y feliz senda.
     Cerca de abril , los waiters comenzaron a preguntarse cuándo lograrían lo que con tanto afán deseaban; al final del culto de adoración del miércoles, las inquietudes comenzaron a brotar en las charlas de todos y surgió así una nueva moción, si querían la sociedad perfecta que anhelaban, tenían que trabajar por ella a marchas forzadas, pues necesitaban abandonar de inmediato los suburbios para instalarse en algún sitio, cualquiera, donde pudieran instalarse y dar comienzo a su alba utopía. En consenso decidieron que la mejor opción para finalmente concretar sus sueños era adquirir las tierras del viejo manicomio a las afueras de Chicago, la institución había cerrado porque con la apertura de un nuevo centro de reclusión psiquiátrica, las instalaciones anteriores se volvieron innecesarias, por no mencionar que el equipo y las técnicas utilizadas para tratar a los pacientes eran obsoletos, la propiedad estaba en venta, pero costaba demasiado. Los hermanos de la Espera no se desilusionaron por ello y comenzaron a trabajar dobles jornadas, dejaron de comer tres veces al día para ahorrar el dinero que se gastaba en alimentos, los que eran propietarios de su lugar de residencia, como fue el caso de Molly, vendieron sus inmuebles y sus pertenencias, conservaron apenas algunas mudas de ropa y el teléfono móvil. Los dueños de automóviles vendieron los vehículos, excepto si poseían camionetas o combis, que se necesitarían para movilizar a los demás waiters una vez que adquiriesen los terrenos de su paraíso, además serían útiles para realizar trabajos de recolección de basura y escombro, cuyo cumplimiento aportaría mucho dinero a la causa. Los que no tenían ni casa ni auto propios se fueron a vivir voluntariamente a la calle, de modo que pudieron ahorrar el dinero que gastaban en alquiler y pago de servicios. Hasta aquí, todo parece sonar igual que siempre, la misma historia de gente mala que dice que es buena y engatusa a incautos que no tienen dos dedos de frente, ¿no es así? ¡Pues no! Sucede que los white-waiters sí querían escapar de la intolerancia moral e ideológica de Chicago, donde si no eres uno de los «tolerantes» no mereces vivir y, por lo menos la mitad de la población, buscará la manera de destruir tu vida, tu carrera y todo por lo que has luchado. Así es esto de la superioridad moral, que para nada opera como operarían los supremacistas blancos, ¿qué le vamos a hacer?
     ¿Cuál es, entonces el gran conflicto? Molly estaba haciendo lo que más le complacía y estaba con las personas que mejor le caían en todo el mundo ¿Dónde está el tremendo infierno que se vaticinaba para ella? Ciertamente no dentro de la pacífica y socialmente responsable organización de blancos a la que se había afiliado desde los 17 años, cuando sus padres fallecieron en un trágico accidente y heredó la casa en los suburbios, tampoco al interior de su improvisada iglesia que todos los domingos y miércoles oficia un culto de adoración que incluye cánticos, plegarias, lecturas de libros sagrados y una agradable convivencia con carne asada, aguas de sabor y música folclórica blanca al final de los ritos de rigor. ¿Qué suceso pudo ser tan atroz e infame que mereciese equipararse con el infierno y apareciese en los medios, con etiquetas distorsionadoras y amarillistas? Vamos allá. Los esfuerzos de los white-waiters fueron fructíferos, tanto que para diciembre de 2012 ya habían adquirido los terrenos que tanto deseaban y habían comenzado la remodelación de las instalaciones del manicomio, de manera que sirvieran como viviendas comunitarias, la propiedad privada se aboliría para dar paso a una mejor dinámica social. Por esos meses Payton y Molly se casaron bajo los estatutos de la Espera y aquí es donde la historia se pone literalmente negra. A pesar de su juventud, Payton era estéril debido a que había dedicado gran parte de su corta vida a labores tremendamente pesadas, que incluían cargar objetos que triplicaban el peso de un americano adulto, laborar a temperaturas extremas, fueran altas en alguna fundición o bajas en los refrigeradores de grandes supermercados, por lo que su nivel de esperma había decrecido considerablemente, dicho en pocas palabras, Payton es incapaz de engendrar. Molly, no obstante, es una joven blanca saludable y fértil; tras considerarlo mucho y consultar con los demás waiters, el novel matrimonio decidió que buscarían un donante de esperma y, para evitar el nefando adulterio, lo harían por medio del banco de esperma de Chicago.
     Aquí entran a cuento todas las perversidades humanas juntas, pues cuando se firmó el contrato de inseminación y se llevaron a cabo los papeleos preliminares, Payton y Molly fueron muy claros en que deseaban la semilla del donante #380, un americano cien por cien blanco de larga historia familiar blanca asimismo. ¡Qué sorpresa tan desdichada para los esperanzados padres de la Espera cuando, después de nueve meses, el 2 de octubre de 2014, Molly dio a luz a una niña negra como los corazones de los perpetradores de tan infausto y ominoso crimen! ¡Negra toda ella, desde la cabecita hasta los empeines, y colorada de palmas y plantas y labios! Payton, de ordinario bueno y amoroso, montó en cólera: «¡Escogiste esperma negro a mis espaldas! ¡Amas más a los negros que a tu propia especie!», fueron los gritos que profirió contra su ahora ex esposa antes de salir del hospital con la sola intención de repudiarla delante de los demás white-waiters. La Espera es amorosa, pero no admite el menor error, pues sus miembros, como su color de piel, no pueden tener mancha en ningún aspecto, así que Molly fue expulsada de la comunidad junto con su negro engendro. Sin casa ni marido y con una negrita a cuestas, Molly solamente pudo acudir a los medios para pedir ayuda públicamente, después de todo, pensaba ella, incluso los white-waiters eran de Chicago, por lo que no toda la gente podía ser mala. ¡Qué equivocada estaba! Los medios la recibieron, pero al transmitir su caso, todos y cada uno deformaron la historia, inventando que ella había participado en actividades del Klan, que odiaba a todos los que no pensaran como ella, que había asesinado a una mujer mexicana y que incluso había intentado asesinar en repetidas ocasiones a su antiguo novio, Michael Perurena, por no ser anglosajón. Sola y excluida de todas partes, Molly se convirtió en prostituta y así se sostuvo y sigue sosteniéndose a sí misma y a la niña, a quien cariñosamente llamó «Watermelon» (Sandía), pues es sabido que este alimento deleita mucho a los negros y ella quería ponerle un nombre bonito a su hija, mitad waiter, mitad algo más. Molly descubrió, aunque ella nunca dijo las horribles y nefastas cosas que se publicaron luego, que sí estaba en un planeta dominado por simios… y ella era la única humana. Aunque por ahí se dijo que el banco de esperma de Chicago había cometido un error, pues habían confundido al donante #380 con el #330, la realidad es que la «confusión» fue orquestada con la explícita intención de perjudicar al matrimonio waiter, como consta en diferentes documentos oficiales del interior de dicho banco donde se dan órdenes específicas de no atender al papeleo legal e inseminar a la mujer waiter con esperma negro.
     ¿Quién no se indignará al conocer esta atroz noticia en su verdadera faceta? ¿Quién no sentirá compasión por Molly y Watermelon Cram? Oh, tú que lees con ojos de crítica y desasosiego, no te calles y al tolerante escúpele en la cara, pues ha promovido no solamente el oprobio de una pobre y blanca hembra de bien, sino su difamación y degradación. Hoy se pueden contratar los servicios de Molly en el sur de Chicago, ya aún tiene el cuerpo esbelto que tanto sedujo a Payton y a Michael, pero su alba piel ahora ha adquirido un tono oscuro, de callejón.
El verdadero rostro de Molly Cram, no la fotografía falaz de Bethanie Zito que ha circulado por la red con notorio afán de deslegitimar la historia real, obtenida del libro de vetados vitandos de la White Wait We’re In.

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