Una tarde fuera

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No cabe duda de que el pensamiento que mueve al mundo no proviene del vulgo, sino de las élites ilustradas. Es suficiente mirar a nuestro alrededor, caminar un poco por el centro de la ciudad o sentarse en la banca convenientemente situada cerca de una calle transitada o de un parque popular; cerrar los ojos como si se tratara de un momento de paz y relajación, aunque en realidad es una medida para no derrumbarse ante lo siguiente: escuchar, escuchar en oscuridad completa, sin mirar el execrable espectáculo de la miseria cotidiana; escuchar a los congéneres humanos, sin conocer sus rostros, sus complexiones, su andar; escuchar las voces, entender las palabras, reconocer la humanidad desde la que se emiten, aunque a nuestros ojos aquellos sean poco más que útiles animales. Tras escuchar y escuchar, lo siguiente coherentemente lógico que resta por hacer es llorar tres lágrimas: una para ellos, otra para la nación y otra de contento. Al vulgo se le llora porque no tiene salvación, y en sus palabras se conoce el feliz camino que sigue hacia su propia ruina; a la nación se le llora porque con semejante populacho, pasto será de cualquiera otra potencia que sepa reconocer su debilidad; la felicidad, por último, hace llorar porque quien ha derramado las dos primeras lágrimas puede considerarse parte de la élite ilustrada, ésa que si quisiera podría cambiar para mejor al vulgo pero que, después de semejante concierto de miseria, se da cuenta de que prefiere seguir en la cúspide.

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