Sobre simulacros contemporáneos o la subversión dogmática

La bienamada contemporaneidad ha tenido a bien dejarnos una serie de problemáticas ideologías que, hoy por hoy, bajo el resguardo de un escudo extraña y, a lo que pienso, perniciosamente posmoderno, buscan a toda costa acabar con lo que se ha edificado con anterioridad (por lo menos eso piensan sus más acérrimos partidarios). El caso es que ahora ya no se cuestiona más la corriente del uso, sino que se trata de acribillar, bajo la sombra de una fingida reflexión, aquello que en otro tiempo pudo haber sido la ideología hegemónica, pero que ahora apenas forma parte del variopinto crisol que ostenta la verdadera hegemonía. No obstante, la falta de genuina reflexión ha movido a que se cuestione todo aquello que no es la boga, el pensamiento corriente; se ataca a los valores de antaño sin interrogarse por los propios (no busca, por supuesto, ser una perorata sobre la moralidad de los abuelos, sino una incisiva arremetida contra la axiología irreflexiva actual), la burla se erige sobre lo que no es «moderno», sin entender el motivo de la misma ni de la intención de «modernidad» (hay que ser cuidadosos con el término) que pretende dirigir cada uno de los ataques de la pretendidamente nueva ideología. Más todavía, la reflexión parece asimismo algo que debe condenarse a la extinción, reflexionar induce al pensamiento y el pensamiento (parece discurso sacado de Star Wars) lleva al uso de la razón, mismo que más de una ideología que se pretende subversiva busca erradicar.
     Semejante, por una parte, al juego que entabla con el lector la obra literaria, si nos atenemos a los postulados de Iser, el nuevo discurso y la ideología subyacente se atiborran de huecos, sin embargo no se trata de aquellos que son necesarios para la comprensión de lo que se recibe (sea un texto o un constructo ideológico), sino de los que ensombrecen adrede la claridad de las proposiciones para que las mismas, lejos de ser inteligibles, se conviertan en un amasijo dogmático de incuestionable validez e imposible interpretación más allá de sus propias fronteras. En términos de Baudrillard, se trata de un simulacro que se ha desnudado de toda referencialidad, a la que ha suplantado por su propio código referencial igualmente vacío. No existe ya valor de trasfondo que legitime o de alguna manera comporte sustancia a la subversión, sino un entramado de prejuicios y convenciones que constituyen la única base de verdad asequible, sin ella nada puede tener significado, ni siquiera la realidad misma. Este aterrador comportamiento de perpetuación del simulacro, al mismo tiempo, se alimenta de la censura a la reflexión; cuestionar la subversión equivale a ser partidario de una serie de mentiras propuestas por el hegemónico monolito ideológico del pasado, por ende ningún razonamiento puede ser válido si no conduce a la definitiva aceptación de la nueva ideología. A final de cuentas, se trata de un dogma sin fundamento, un simulacro de dogma.
     Por supuesto que lo anterior es una crítica general que no profundiza en casos demasiado concretos; ya me he referido al crisol ideológico imperante en la actualidad, por lo que pretender una definitiva disección de la subversión contemporánea es una tarea ociosa. Conviene, no obstante explorar aquellos vericuetos que resultan comunes a varias ideologías subversivas, precisamente por su naturaleza de dogma simulado. Más que clasificar la ideología o la subversión misma, importa clasificar sus mecanismos ejecutivos; aquí hablaré de tres cuyas características son nítidamente reconocibles, si no privativas, y desembocan (como todo simulacro) en su propia y peregrina forma hiperreal: la hipersentimentalismo, la hiperlegitimidad y la hiperactividad inoperante.

Hipersentimentalismo


Se caracteriza por la exaltación desmedida del sentimiento y la sensiblería, en detrimento del análisis sopesado de la subversión misma y de aquello que se busca subvertir. Es la condena por excelencia de lo racional, ya que concibe como principal agente de la informe y tiránica ideología hegemónica de antaño al minucioso y en ocasiones excesivo análisis de la razón, que trunca indefectiblemente todo aquello relacionado con la emoción, el instinto, el deseo, lo natural e inherente al humano en cuanto ser que debe despojarse de su «supuesta» superioridad mental para alcanzar la plenitud y la felicidad en su forma más prístina. El filtro sentimental (aunque también el sensitivo) busca equilibrar el pretendido daño que ejerce el pensamiento, enajenado por factores que destruyen todo lo positivo que existe en el mundo; más todavía, el exacerbado sentimentalismo suple cualquier suerte de argumento que pueda atacar a la ideología subversiva sólidamente. Un ejemplo son los animalistas; en su mayoría no argumentan ni analizan el motivo por el que defienden la causa que defienden, incluso por toda declaración enarbolan el amor por los animales (y aunque no lo mencionan explícitamente, sí hacen constar su profundo odio por los de su propia especie). Suelen estar a favor del cuidado de criaturas que despiertan sus más profundas conmociones, sean éstas la ternura, la lástima, la admiración; rara vez se les ve defendiendo el derecho que tienen a existir las cucarachas, las ratas de alcantarilla, los alacranes, las moscas, pero en más de una ocasión repetirán hasta el hartazgo la cantilena de fanática devoción hacia los cachorros, los gatos, los toros, las focas bebé. La pasión frenética excluye cualquier necesidad de análisis, en pro o en contra del constructo ideológico, pero sobre todo provee al subversivo de una experiencia genuina de entrega y protección hacia un objeto fetiche; el hipersentimentalismo suple así la necesidad afectiva de una auténtica ligación entre miembros de la misma especie y, ante una latente pero nunca enunciada situación de superioridad, el subversivo se erige como máximo defensor de los máximos desposeídos, hacia quienes solamente puede profesar los sentimientos más nobles y puros, aunque esto suponga reservar los más viles y cruentos para los de su propia especie.


Nótese que se emplea una retórica barata y la imagen de un animal tierno para justificar de forma «infalible» la adhesión ideológica. Imagen tomada de Carteles creativos, aquí.

Hiperlegitimidad


Más compleja es esta forma porque se vale de diferentes mecanismos, incluidos los del hipersentimentalismo, para operar efectivamente. Ante todo, conviene destacar que la hiperlegitimidad tiene por objeto suplantar a la ideología hegemónica, la intención primordial es investirse como el centro rector del universo y acabar con todo dejo de disensión. La vía por excelencia es la persuasión, sea del tipo que sea y se valga de lo que se valga, no repara en realidad en la construcción discursiva pero tampoco la rechaza, es tremendamente maleable ya que incluso puede recurrir a la racionalidad, sin embargo se distancia de la persuasión ideológica no subversiva en la característica básica del dogma: no admite crítica ni disensión, asimismo los argumentos favoritos de los partidarios de esta suerte de ideologías son los insultos, la descalificación infundada, el escarnio o la degradación de sus contendientes. Toda operación persuasiva hiperlegítima exige una total aceptación de que la subversión es la realidad única y esencial, es el bien universal que no puede retrasarse más tiempo y debe tomar su lugar en la jerarquía de la existencia, erradicando toda muestra de oposición por mínima que sea; la totalidad es buena y la parcialidad debe ser eliminada. Como ejemplo citaré aquí, aunque no son los únicos, a los partidarios de las correcciones políticas y a los defensores de llamadas minorías que, por englobar en un término improvisado llamaré «tolerantes». Cabe destacar que aunque las intenciones fundamentales de la ideología sean positivos, el problema radica en su instauración como bien universal. Muchos amantes de la tolerancia y de la corrección política no dudarán en condenar cualquier ideología que no comulgue con sus principios, ignorando que con esto rechazan esencialmente los postulados que dicen defender: no tolerar la intolerancia es, en sí mismo, un acto intolerante, sin embargo se asume que la tolerancia es el bien sumo y universal, su ausencia contra aquello que se le opone no es faltar estas características (bondad y universalidad), ya que todo esto es relativo (lo sé, es un oxímoron). El hiperlegitimador experimenta una sensación de superlatividad moral que es inalcanzable cuando se posiciona como un individuo más del tejido social, nuevamente hay una concepción de sí mismo como defensor del desposeído pero, sobre todo, de máximo depositario del bien sumo. La subversión erradica cualquier fallo, ya que su perfección incuestionable impregna al subversivo hasta hipostasiarlo, lo que transforma al resto de la humanidad en un cúmulo de sufrimientos e ignorancia que necesitan de acción, severa si es necesario, para alcanzar el estado de iluminación.


El insulto como única forma de defensa caracteriza al afán hiperlegitimador; si no estás de acuerdo con Morgan Freeman, es obvio que hay algo mal en ti. Imagen tomada de Cuánta razón (qué nombre, joder) aquí.

Hiperactividad inoperante


La dinámica subversiva de la hiperactividad inoperante se basa, en buena medida, en la aspiración a la superlatividad moral del hiperlegitimador, sin embargo se retrae en el ámbito activo. Es un fenómeno muy común en las redes sociales, donde mucho puede hacerse sin haber movido más que los dedos. La subversión se propaga a través de incontables participaciones por medio de las diferentes plataformas sociales que existen (por mentar ejemplos representativos hay que decir Facebook, Google +, Twitter, Youtube), pero carecen de acción en el mundo real. Muchos de los movimientos que hemos visto en los últimos meses entran en este ramo. La hiperactividad inoperante aporta al subversivo la experiencia de un pleno compromiso con la axiología que ha adoptado, lo que desemboca en la acción trascendental, es decir, la que no está limitada por la materialidad sino que alcanza niveles insospechados de efectividad, de ahí que tantos usuarios se contenten con escribir leperadas contra el presidente en turno, maldiga una vez a los terroristas de determinada facción fundamentalista y luego dé mil likes a dicha maldición o la comparta «ad infinitum», además toda repercusión visible en el mundo debe atribuirse a su infatigable lucha, no a las acciones que ocurren en el mundo real, mismo que considera como auténticamente inoperante. Toda sugerencia de actuar sobre la realidad desde la realidad es considerada un atentado contra el trascendentalismo alcanzado por las acciones en red.


Genial sátira, es todo lo que puedo decir. Imagen tomada de Desmotivaciones aquí.

     Por último cabría señalar que todas estas formas (y otras muchas) de ejecución subversiva se motivan, en efecto, en la aspiración a quedar del lado «correcto» de la historia, ése que, tenemos por prejuicio, aglutina a intelectuales, científicos, líderes espirituales, hombres y mujeres de bien. La polarización irreflexiva entre un «nosotros» bueno e inmaculado y un «ellos» que conjunta todos los males concebibles conduce a caer en los vicios de dogma simulado. Prevenir este engaño del intelecto perezoso solamente se logra subvirtiendo la subversión misma, hay que problematizar para llegar a la esencia de lo que se defiende y se adopta, pues nada hay tan peligroso como no pensar por cuenta propia.

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