Activismos, estados fallidos y dolores ciudadanos. Notas muy sueltas

Sin duda un caso que estremece al mundo por lo ruidosos que solemos ser los mexicanos es, cómo no, el caso de los cuarenta y tres desaparecidos que se han convertido en emblema del pueblo desposeído que lucha contra el tiránico gobierno. Más todavía, se ha transformado este simpático incidente (por supuesto que simpático es un adjetivo sardónico para calificar la situación… hay que apuntarlo porque se sabe que la gente con conciencia social es, al mismo tiempo, la misma generación que carece de la capacidad para detectar esta suerte de chuscos artilugios expresivos y luego me crucifican) en el gran centro de atención internacional hacia donde todos los reflectores ociosos del mundo apuntan no sin desgano (está claro que en otras partes del globo están sucediendo cosas aún más tormentosas pero, ¿para qué liarnos con ello? Aquí ya pasa bastante y no es bueno que la humanidad se atosigue demás). Sin embargo, debajo de esta efervescencia en busca de la justicia y la verdad parece ocultarse una sombra tétrica y que, por lo densa, obnubila hasta la más sagaz de las sagaces vistas; refiérome por supuesto al vacío.
     Parece mentira y, de hecho, causa indignación cuando se piensa con detenimiento, pero es verdad. Los líderes de los movimientos que azuzan a la sociedad para exigir la renuncia del tiránico presidente mexicano (¿en favor de quién? ¿El pueblo como una masa informe? ¿Un representante más digno? ¿La anarquía absoluta? ¿La ocupación yanqui? ¿El Islam? ¿Dios? ¿Richard Dawkins?) no cuentan con un programa político, con un proyecto de nación a largo plazo o con siquiera una lista de demandas específicas, concretables y mensurables con las cuales avalar su propuesta. Puede parecer una lógica que busca socavar los cimientos de un férreo anhelo nacional, pero no es así; se trata de la realidad monda y desnuda, como recién venida al mundo. Las exigencias se centran en la presentación de pruebas fehacientes, necesarias y bastantes que demuestren o que los cuarenta y tres desaparecidos fueron ultimados o que se encuentran con vida y es posible su recuperación. Los apuntes que aquí vengo a emborronar tuercen por esa vía: las manifestaciones, por muchos rencores sociales que alberguen en el fondo, se están desarrollando de maneras equivocadas y con intenciones francamente ingenuas. Cualquiera con dos dedos de frente sabe que estos desaparecidos ya no están en el mundo de los vivos, algo que hace tiempo se esclareció pero que por motivos desconocidos para mí la gente prefirió ignorar (véase esta nota). ¿Cuál es el problema? Está claro que no es la exigencia de justicia, sino que los manifestantes se han casado con la ilusión de que exigir la aparición con vida de estos individuos va a resolver, de alguna manera, algo que también es notorio que está muy mal y que, además, no va por la vía de la presentación de secuestrados.
     Intentaré explicarme mejor: el problema esencial que radica en México es que la ciudadanía, aún en plena época de manifestaciones, carece por completo del sentido democrático de comunidad nacional. Basta con ver que, pese a ser miles de personas las que participan en las marchas, no alcanzan para considerarse un porcentaje significativo de la población nacional. Es verdad, pueden llenar enormes avenidas de la Ciudad de México, el Zócalo e incluso pueden ocasionar una tremenda incomodidad a los vecinos, mercaderes, automovilistas y transeúntes que se encuentren en la zona, pero no son ni toda la población de la capital del país ni mucho menos una fracción considerable de la población de otros estados. La gente sigue indolente ante los problemas reales que han ocasionado no solo la desaparición de los cuarenta y tres normalistas, sino de miles de personas víctimas de la delincuencia organizada, de los malos manejos del gobierno y hasta de la ambición personal. En México más de la mitad de la población se encuentra en condiciones de pobreza (para datos más específicos, véase esta nota), lo que significa, claro, un ingreso económico bajo, pero también pésimas condiciones de salud y de educación. La población mexicana, en su mayoría, es analfabeta (por ende ignorante, por ende menesterosa, por ende manipulable), no cuenta con los servicios básicos para poder subsistir ni mucho menos prosperar y, aún así, los activistas (que, hay que decirlo, se mueven de manera fundamental en el mundo de las redes sociales, lo que es indicador de al menos un ingreso decente, acceso a educación formal y también a otros servicios… venga, aquí no cualquiera tiene computadora o sabe usar una) se esmeran en considerar que la población mexicana es un todo heterogéneo y que el triunfo del actual presidente en las últimas elecciones se debió a una masa de personas ilustradas que decidieron dejarse chantajear por los típicos regalos del partido gobernante (tortas de tamal, despensas, dinero). No se han dado cuenta, porque no les conviene, que el cáncer del país no son los votos hacia un partido tradicionalmente corrupto, sino que las condiciones de vida de la gran mayoría de la población han orillado a dicha porción a elegir a los líderes nefastos de hoy.
     El problema de manifestarse y pedir la renuncia del presidente en turno es que dicha exigencia no resuelve nada. Para empezar, lo más doloroso para estos paladines, es que la renuncia del presidente no supone la aparición con vida de los cuarenta y tres mártires; en seguida, cabría considerar que la presidencia se “heredaría” al secretario de gobernación, que pertenece al mismo partido de truhanes y que, aunque sea interino, tendría que adoptar el programa político de su antecesor. Todo esto sin mencionar que el presidente en turno ya tiene asegurado un sueldo vitalicio y que, no importa si lo destierran (como si fuera a suceder), sus problemas se acaban en saliendo del país. Parece que la gente no entiende que todos los demás nos quedamos aquí, con nuestra delincuencia, nuestra pobreza, nuestra ignorancia, nuestra insalubridad, nuestra sobrepoblación y nuestra ineptitud para construir una nación. Los dolores de los ciudadanos se agolpan contra el gobierno, sin que nadie quiera advertir que el gobierno y los criminales y las víctimas son todos un mismo amasijo. El poder no llegó desde el espacio exterior a instaurarse en un paraíso donde todos vivían con equidad y justicia, muy por el contrario, encontró la manera de sobrevivir y afianzarse en una nación cuyo contexto histórico nos la revela como eternamente fragmentada, azotada por el hambre y la falta de educación.
     Encima de todo, el presidente uruguayo se las gasta de simplón y señala lo que todos saben pero nadie quiere escuchar, que México es un estado fallido. Lo es en verdad, lo ha sido desde que culminó la llamada Revolución mexicana y se institucionalizó la supuesta lucha. Este estado ha fracasado porque su gente nunca se ha involucrado en la agenda política del país: a veces, es verdad, los políticos no han querido abrir las puertas de ese terreno inhóspito para el vulgo, sin embargo también es responsabilidad del vulgo autosustentarse para no ser la víctima eterna. Es proverbial la pereza mexicana; incluso en Gran Bretaña hace algunos ayeres se burlaron de ello (y, claro, las redes sociales estallaron en ira porque a México hay que respetarlo… claro, será por eso que su población desprecia día con día su propio país). El cáncer es esperar que otros solucionen las cosas. Y con esto, por supuesto, no invito a marchar sino a reflexionar si las marchas recientes no han sido otra cosa que un berrinche para que alguien más haga algo. ¿De qué le sirve a la nación que se convoque a un paro nacional si no hay exigencias claras y si la población necesita del sustento? Si el país se vuelve improductivo de súbito, en una muy guajira dimensión donde en efecto todos deciden irse al paro, a los pocos días estalla una guerra civil pero no del pueblo hacia sus instituciones sino del pueblo contra sí mismo. México ha vivido una situación crítica desde siempre y, con todo, el vulgo se las ha ingeniado para ser su propio depredador. ¿Acaso un rentero perdona fácilmente un semestre de renta? ¿Un mercader de alimentos regala sus excedentes a alguien que no tiene dinero para alimentarse? ¿Le emplea de alguna manera? ¿Le instruye? ¿Algún estudiante hace servicio comunitario porque sí y no porque es un trámite al que la universidad le obliga y, las más veces, es evitable gracias a la corrupción? La respuesta en todos los casos es negativa. Los mexicanos estamos acostumbrados a pensar en nosotros desde el egoísmo, no desde la comunidad.
     La solución está en manos de todos, primero entendiendo cómo funciona la nación y con qué medios dispone la ciudadanía para hacer valer sus derechos; en seguida habría que comprender que también existen obligaciones que corresponden al ciudadano y que el cumplimiento de las mismas le garantizan una vida digna, segura y libre. Estamos a tiempo para empezar a cambiar de mentalidad, para hacer servicio social genuino y no impuesto, para crear comités de alfabetización ciudadana, juntas de concienciación sobre la igualdad de ambos sexos (yo no hablo en términos de género, que es un invento académico de lo más perverso), promoción de una educación cívica práctica. Estamos a tiempo, si dejamos de marchar y comenzamos a actuar seguiremos estando a tiempo.

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