Lee la entrada original aquí.
Anoche, durante los últimos tragos, se me ocurrió preguntarle a T… qué es para él un hijo. Es una duda morbosa y cochina, pero que revela algo del carácter de la gente. Siempre me ha llamado la atención esa otra parte de la sacralización de lo cotidiano. Los hijos son una materia muy delicada y, con todo, ¿qué son los hijos? Todos somos hijos de alguien, así sea de la mismísima Chingada, pero, ¿qué implica esto? ¿Es acaso que esa incorrecta sacralidad que se confiere al sexo, por decirlo en términos semánticamente asociados, es hereditaria y se permea más allá del acto, al producto del mismo? ¿Es el milagro de la vida? ¿Es la natural inclinación? Todas son preguntas carentes de sentido (y respuesta), finalmente nuestra condición de vivientes nos lleva a engendrar lo que se nos parece y, tal vez ahí, encontramos ese amor que contenemos, reflejado en una versión nueva de nosotros mismos.
Mi amigo Fray Ignacio, a quien tanto extraño, alguna vez me dijo que yo hablaba como un papá. No sé qué me pasó en el ínterin de dos años desde ese entonces. Ahora me escucho, me leo, me pienso, y no sueno como padre (dudo haber sonado así para mí en algún momento). Un hijo para mí no es un ideal ni una meta, no es una ambición… pero tampoco sé qué es. Lo cierto es que no he engendrado, hasta donde tengo noticia, y creo que así es mejor. No me imagino educando a una criatura que además, según la leyenda, amaré con toda mi alma y a la que le entregaré mi vida. De momento, esos atributos pasionales los tengo reservados para mi pareja.
Esto me hace pensar, ahora, en otro gran tópico alrededor del tema de los hijos. Ante los hijos, parece que la pareja pierde importancia, como si el amor fuese una especie de pegamento temporal para llevar a cabo una relación instrumental que, una vez consumada, no necesita continuar. Me extraña y confunde escuchar a ciertos (obviamente no son todos) padres repudiarse entre sí, pero ensalzar cuales objetos sagrados a los hijos, como si éstos no hubiesen sido producto de dos seres.
La alegría de la vida, para mí, hasta el momento, no viene contenida en un útero sino dentro de una botella, entre dos pastas o debajo de unas bragas poco aficionadas a cumplir su deber. Yo sé que esto no es sino una opinión temporal, o pasajera si se prefiere; no son sino pensamientos vacíos sobre un mar desconocido. Me pongo socrático ahora porque, ¿de qué otra forma se pueden arrostrar estos misterios? No sé si se trata del mayor bien o el mayor mal que conozca el hombre, aunque sí puedo atestiguar que en muchos casos no es lo primero. Procrear, en todo caso, es un deber moral, como se habría planteado con respecto de Kant en algún volumen crítico y, a mi gusto, jocoso.
En esta edad carente de paideia, no obstante, traer al mundo a una criatura es un hecho que frisa la bribonería. Tan lejos estamos ya de ese estoicismo que nos enseñaba a llevar una vida morigerada y carente de perniciosas pasiones (yo nunca podré ser estoico, desde hace mucho decidí que mi disciplina se emplearía en cosas más placenteras y harto menos onerosas que el vivir), que en inculcarle a los vástagos cualquier cosa no va menos que la salvación jugándose.
Estas reflexiones me enojan a veces. Me hacen temer que seré dispensable por algo que yo hice y, por ende, que pude evitar con circunspección y buen juicio. Pero, ¿qué es el buen juicio cuando se es hombre?
A lo mejor lo que necesito es volver a enamorarme de mí mismo. Hacer la otredad a la inversa.
Mi amigo Fray Ignacio, a quien tanto extraño, alguna vez me dijo que yo hablaba como un papá. No sé qué me pasó en el ínterin de dos años desde ese entonces. Ahora me escucho, me leo, me pienso, y no sueno como padre (dudo haber sonado así para mí en algún momento). Un hijo para mí no es un ideal ni una meta, no es una ambición… pero tampoco sé qué es. Lo cierto es que no he engendrado, hasta donde tengo noticia, y creo que así es mejor. No me imagino educando a una criatura que además, según la leyenda, amaré con toda mi alma y a la que le entregaré mi vida. De momento, esos atributos pasionales los tengo reservados para mi pareja.
Esto me hace pensar, ahora, en otro gran tópico alrededor del tema de los hijos. Ante los hijos, parece que la pareja pierde importancia, como si el amor fuese una especie de pegamento temporal para llevar a cabo una relación instrumental que, una vez consumada, no necesita continuar. Me extraña y confunde escuchar a ciertos (obviamente no son todos) padres repudiarse entre sí, pero ensalzar cuales objetos sagrados a los hijos, como si éstos no hubiesen sido producto de dos seres.
La alegría de la vida, para mí, hasta el momento, no viene contenida en un útero sino dentro de una botella, entre dos pastas o debajo de unas bragas poco aficionadas a cumplir su deber. Yo sé que esto no es sino una opinión temporal, o pasajera si se prefiere; no son sino pensamientos vacíos sobre un mar desconocido. Me pongo socrático ahora porque, ¿de qué otra forma se pueden arrostrar estos misterios? No sé si se trata del mayor bien o el mayor mal que conozca el hombre, aunque sí puedo atestiguar que en muchos casos no es lo primero. Procrear, en todo caso, es un deber moral, como se habría planteado con respecto de Kant en algún volumen crítico y, a mi gusto, jocoso.
En esta edad carente de paideia, no obstante, traer al mundo a una criatura es un hecho que frisa la bribonería. Tan lejos estamos ya de ese estoicismo que nos enseñaba a llevar una vida morigerada y carente de perniciosas pasiones (yo nunca podré ser estoico, desde hace mucho decidí que mi disciplina se emplearía en cosas más placenteras y harto menos onerosas que el vivir), que en inculcarle a los vástagos cualquier cosa no va menos que la salvación jugándose.
Estas reflexiones me enojan a veces. Me hacen temer que seré dispensable por algo que yo hice y, por ende, que pude evitar con circunspección y buen juicio. Pero, ¿qué es el buen juicio cuando se es hombre?
A lo mejor lo que necesito es volver a enamorarme de mí mismo. Hacer la otredad a la inversa.
Publicar un comentario