Con más o menos éxito he ido rescatando algunas entradas viejas que, por derecho intelectual, correspondían aquí pero que, por esos factores arcanos que frisan con la demencia y la desidia, no vieron la luz en este espacio hasta hace bien poco; dentro de ellas son las que hablan, por ejemplo, de la amistad imaginaria, un tópico que me ha atormentado desde siempre pero que apenas durante los primeros años de adultez adquirió forma, merced quizá de la formación académica cuadrada que obliga a la existencia a volverse una aventura rutinaria, con más rutina y harto menos aventura de la que a primera vista esta denominación despierta. Con todo, he aquí un tópico que me persigue con mayores y más tremendos delirios: el vacío.
Durante una plática sobre China, o mejor dicho, sobre historia del pensamiento pre-místico chino, el término de vacío salió a colación. ¡Qué fantástica manera de existir en un arxé que a la vez es principio y es nada! Veramente que bajo el sol nada hay de novedad, como no sea una mente vacía que espera a llenarse de viejas novedades. El vacío, como principio estructurador de lo que es, me pareció una exquisitez del pensamiento; por más que no faltaron los que necesitaban entender cómo es posible que haya vacío y a la vez no.
Desde mi perspectiva, menos entusiasta sobre lo genuino, como ya se ha visto, apenas cabe la duda: el vacío es y a la vez no es; nosotros somos seres de vacío. Por lo menos, por mí puedo hablar. El vacío es parte esencial de lo que somos, por eso constantemente necesitamos de una construcción propia, algo que nos conduzca a ver concluido el vacío inherente, esencial, de que estamos dotados. El amor, sin duda, es una de las más grandes muestras de vacío; la necesidad de amarse, de auto-amarse, es la necesidad de ser autosuficiente, por eso la insistencia en amarse a uno primero, para poder amar a otros después, ¿es que acaso estamos ciegos? Pero harto más interesante que el amor, cuya importancia, como todo en nuestro tiempo, se ha banalizado al grado de lo absurdo, es el vacío que se experimenta ante la vida. No se trata de la muerte, que nunca debe confundirse con el vacío vital ni el existencial; se trata, por mejor decir, de la apatía ante la existencia y ante la vida.
Algunas definiciones pueden resultar útiles para el caso: la existencia no es igual a la vida, aun cuando ésta posibilita la conciencia de aquella. La vida es un momento de convergencia entre diferentes planos, la existencia es la totalidad de ellos; por supuesto que aquí es importante la concepción del alma o ánima, la del espíritu y la del ser. Semejante al razonamiento de Berkeley, podríamos decir que la existencia es y sigue siendo aún en ausencia de la vida, que no puede ser sin existencia pero bien puede dejar de ser a pesar della. De todas estas cosas es que el vacío se nutre, pues, si la existencia no precisa de la vida, ¿qué sentido tiene la última? ¿Qué sentido cobra, asimismo, la primera, si es inevitable y acaso perenne? Vivir es un acto de profunda entrega al vacío, porque supone tener una conciencia definida de un momento efímero, momento que puede enamorarnos de manera vehemente y que puede terminar por confundir nuestra conciencia. ¿Cuántos no existen que tienen miedo de la muerte? ¿Cuántos no, que tienen miedo de la vida? Morir es una costumbre, reza la «Milonga de Manuel Flores», y en efecto lo es, porque cada instante de vida es un abandono del efímero, un paso más cerca a la existencia absoluta.
Está claro que todas estas mamarrachadas sólo tienen sentido si se pretende una trascendencia; las más veces, todo se arregla con la dogmática creencia en lo material o en lo inmaterial, para el caso es lo mismo, todo es una certeza de la nada. Importaría, no obstante, revisar los vacíos existenciales de la gente, que no es lo mismo que las carencias, para descubrir los vacíos propios. La apatía por existir y hacer lo que convierta la vida en un goce estético, más que en un efímero rutinario parece una prometedora tara a vencer, aunque quizá el verdadero goce esté en el último momento, en la muerte. Yo lo he expresado varias veces en otro lugar: la muerte lo embellece todo, incluso a la vida. Nos correspondería, entonces, ver cuán cierto es que la vida es bella cuando nos sentimos devorados por la nada.
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