Contra el vicio latinoamericano de «amar»

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     Contrario a lo que el título sugiere, no constituye esta humilde entrada ninguna invectiva contra el amor ni contra los amantes. Muy por el contrario, así como es el relato apocalíptico un texto de profundo consuelo e inconmensurable esperanza, esta entrada pretende constituir la más sencilla al tiempo que efectiva defensa contra los viciosos del lenguaje que, lejos de revitalizar nuestra galana lengua castellana, la han deturpado de tal manera que ha quedado en todo punto supeditada al abyecto dialecto de los anglos del norte, de quienes no puede proceder sino todo género de mal. Digo, entonces, que aquí pretendo una apología sobre la lengua, con enfático acento sobre las voces con que damos a entender que profesamos la más sublime de las voluntades, que trastrueca los humores y que empapa los deseos, esto es, que amamos.
     En primera instancia, habríamos de recurrir a la etimología para comprender que, de origen, la lengua latina reconoce dos amores, así como el griego en su momento tuvo una pluralidad interesante para matizar el concepto desnudo. Así, pues, ante amo estuvo quaero; el primero, que mezcló los significados griegos de phileo y ereo, que remiten a un amor vigoroso, complaciente, divertido, enérgico, se volvió harto más generalizado porque podía aplicarse tanto a lo tangible como a lo intangible; al segundo le tocó en suerte una jugarreta lingüística interesante: mientras que sus orígenes proponía el deseo de poseer, conquistar u obtener, los hablantes advirtieron que conforme se intensificaba el deseo de conquistar, también lo hacía el apego a lo conquistado, a lo poseído, al grado que el propio deseo sustituía toda ligación y se transformaba en una forma trascendental de amor, ya que infundía en la voluntad el conseguir y perpetuar la antedicha ligación. Más todavía, permitía presuponerla con aquellos a quienes la naturaleza había concedido ya una ligadura irrompible: la familia. Quaero absorbió así al griego storge y al judeoheleno agapao, cuyo amor es plenamente espiritual e imperecedero, atemporal e inextinguible.
     Yerran, por tanto, los psicólogos modernos que defienden que amar es muy mayor expresión que querer, porque amar es sencillamente el tener amor a algo, mientras que querer es amar con voluntad, inclinación y cariño (que viene de caro, es decir, carne, quizá porque se padece en la propia carne lo que padece el ser querido). Estas verdades las conocieron los más ilustres ingenios de nuestra galana lengua, que viendo insuficiencia en el amar, dijeron querer y, viendo aún falto de fuerza el querer dijeron adorar, es decir, amar en extremo.
     De modo que es amar un hiperónimo de querer y de adorar, siendo éstos sus hipónimos y no de otra forma, ya que amar es la significación desnuda de todo extremo, morigerada y sin vehemencia, y los otros dos son de mayor envergadura, puesto que aumentan el significado base, lo engrandecen y aderezan, como francamente lo pretenden muchos que dicen amar por querer cuando debieran decir querer por amar.
     Finalmente, queda entender que la nociva aplicación de la lengua, cuando se dice amo por quiero, sin reflexión semántica ni etimológica, viene a ser consecuencia del uso cotidiano del anglo, cuya depauperada red de significados no admite en el equivalente de querer, to want, más que el deseo posesivo, obligando a to love a volverse polivalente y dependiente del contexto.
     No hay que dejar que los vicios del lenguaje extranjero nos esclavicen, porque, ya lo dijo el padre Elio Antonio de Nebrija, son las lenguas armas y acompañantes de los imperios. Queramos y adoremos y amemos, pero concienzudamente, no sea que a quien adoramos le digamos que queremos, y a quien queremos que amamos, y a quien amamos que adoramos y queremos.
     Vale.

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