Elisabeth Cordeiro, se queja de que hay demasiados niños viejos, en esta entrada. Hoy, que me siento especialmente fastidiado y triste, me di a la tarea de revisar su reflexión y, como de ordinario acontece, me encuentro en la penosa situación de disentir; pero no he querido entablar un debate en los comentarios de su blog y he preferido, también como de ordinario, dejar la liga y transportar a mi terreno la disquisición, aunque breve, sobre el caso.
A mi parecer, cuando los niños pierden sus ilusiones y sueños, no están creciendo, sino que están absorbiendo el cúmulo de desesperanza y frustración que los rodea. Los niños, además de una gran capacidad para percibir los diferentes matices que encuentran a su alrededor, son también muy receptivos y se «contagian» con facilidad de aquello que han observado primero. Cuando nos encontramos con pequeños sufrientes por asuntos de amor (que rara vez es amor verdadero), en realidad están replicando eso que han visto en otra parte (en el hogar, en la televisión, en el colegio, etcétera); lo mismo ocurre con los que ya no creen en los Reyes Magos o los que se conducen como si fueran los más experimentados hombres de mundo. Es verdad que hay niños a quienes la niñez les ha sido arrebatada, pero sus realidades son infinitamente más atroces; no son los pequeños que dibujan corazoncitos multicolores con expresión melancólica, sino aquellos que a sus nueve, diez o doce años cargan un fusil y saben que van a morir en cualquier enfrentamiento, a cualquier hora del día, o esos pequeños que han dejado sus juegos recreativos para complacer los perversos deseos de gente que compra sus sexos como si se tratase de un producto de supermercado. Los niños de las cómodas sociedades primermundistas no están creciendo, están aprendiendo del tedio adulto que ven todos los días. Un país como España, que está sumido en un letargo aberrante y lamentable, nos ofrece el ejemplo perfecto para esta afirmación: sus ciudadanos no tienen de qué preocuparse, su crisis es una mala burla de un problema económico que no tiene pies ni cabeza (deberían vivir las crisis americanas, para que sepan lo que es tener problemas), la preocupaciones de muchos adultos son conseguir suficiente perico esa semana para evadirse de su cómoda realidad. Los niños que crecen en este contexto reproducen los comportamientos, porque antes que todo son seres pensantes y necesitados de una identificación sólida. Está en nuestra naturaleza el clonar comportamientos.
Pensar que el crecimiento o el envejecimiento es el culpable de la «pérdida» de la inocencia, es creer que los niños vienen en perfecto estado por default, idea enternecedora pero equivocada. Los pequeños no se autoconstruyen, sino que aprenden a autoconstruirse y a autodestruirse según lo que ven en el mundo que los rodea. No hay niños viejos sin viejos viejos. Los niños que se crían en familias que fomentan la creatividad, el diálogo y la interacción, constantemente echan a volar la imaginación y recrean su entorno en incontables ocasiones; por el contrario, los que crecen desatendidos, tienden a desarrollar conductas que atraigan la atención y que opaquen el sentimiento de soledad que los anega. Esas pequeñas que a sus doce años lloran por sus novios no están amando verdaderamente, lo más seguro es que ni siquiera sepan en qué consiste amar (y no porque exista una fórmula para ello, sino porque el amor verdadero es maduro y… lloriquear por el novio de dos semanas ciertamente no refleja demasiada madurez), sino que están copiando las reacciones exageradas de sus hermanas mayores, de sus madres o de las protagonistas de la telenovela de moda.
Tendríamos que empezar a pensar más lógica y racionalmente y menos fantásticamente, no porque la imaginación y la fantasía deban desterrarse, sino porque su función no es la de analizar la sociedad para su mejoría. No es preocupante que los niños estén como los vemos si, a final de cuentas, son el reflejo de lo que somos. Lo preocupante es que sigamos sin mejorar nuestra vida, depositando la responsabilidad de soñar en quienes lo aprenden de nosotros.
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