"A mí me gustan las tetas" y otras declaraciones que le van a romper su puta madre a tus paradigmas y otros cuentecillos contemporáneos


Comenzar a escribir es siempre la peor parte. Por más que uno quiera dárselas de gran redactor —y digo redactor porque sabemos que este mundo está lleno de entusiastas escritores que día con día anegan de arte y erudición las inestables y siempre cambiantes posibilidades literarias con su más reciente y excrementicio… es decir, excelente trabajo, pero desafortunadamente ni siquiera en ese selecto Parnaso conformado por nada menos que el 99% de la población mundial, abundan aquellos cuya única virtud es generar cuando menos un solitario y cutre sintagma bien construido, ante lo cual creo con firmeza que debiéramos prestar más atención a esta capacidad no tan comúnmente conocida ni menos aún celebrada que es el bien redactar, progenitora innegable de una bastarda costumbre que hoy nos ha dado en llamar «bien» escribir, por más que el acto escritor suponga la máxima detracción de todo lo bueno y decente… a lidiar con ello—, lo peor del mundo es comenzar, suspensa la pluma y ausente el ingenio, a poblar la página en blanco —que bien puede ser la del procesador de textos, la del cuaderno, cada vez más cercano a la extinción, o la de la imaginación misma, que para este caso abundan los materiales y los medios, mal llamados hoy en día «soportes» por los ínclitos terminólogos del innovador universo de las telecomunicaciones— con cualquier suerte de chorrada de aceptación media o poco más que nula —sobre los fines bajo cuyo amparo se realiza dicha actividad me reservo los comentarios, pues la teleología nunca se me ha dado del todo y paréceme asaz infructuoso el escrutinio de los motivos ajenos, como no conduzcan mi persona a recibir algún beneficio, si a la verdad he de hacer honores—; aunque el ejercicio, cuando nos deja calientes, se torne sencillo y hasta deleitoso. Y he querido comenzar la entrada de hoy así, híbrido reflexivo y conversacional, porque en efecto es la peor parte ofrecer una introducción creíble para el resto del asunto. Casos semejantes he tenido que sufrir donde menos libertad se goza, el ámbito académico; por lo que no tengo pensado apegarme a los rigores eruditos para expresar aquí algunas de esas afirmaciones sabrosas que rara vez puede uno decir en las aulas, aunque la diversidad de dignidades, la pluralidad de lecturas y la clara diferencia intelectual entre los participantes de cualquiera cátedra o lección sea de cultivo caldo para, espontáneamente, generar y producir las más preclaras razones que al común del vulgo espanten, a los ilustres y doctos maravillen y en general al más remiso entendimiento den para roer una socarrona idea o dos. Y me acuerdo, ansí, de lo que un prudente contestaba cuando, con más vocación de inquisidor que de docente, preguntaba cierto ex yugoslavo sobre la metodología para confeccionar una tesina, y era que de manera indefectible, lo que más trabajo daba era comenzarla. Añadiría yo que concluirla no cuesta menos esfuerzos y lágrimas, bien como a la madre la labor del parto le arranca su criatura los más tiernos gemidos y sonorosos alaridos cuando comienza a asomar la cabecita delicada y hostil por el sanguinolento y trémulo orificio por donde entró su concepción primera. Pero este asunto de acabar es harto más complicado y menos gustoso de lo que aquí pretendo, por lo que, si Dios quiere, otro día habré de ponerlo en este espacio. Sea bastante decir que tamaña declaración hace las delicias de los prudentes, aunque de los moralistas sea causa de extrañeza y habladuría.
     Bien es verdad que en el laico y religiosamente estatal —hurto el término de «religión de estado», honrosamente acuñado por el insigne Rafael de Gasperín, filósofo de nuestro tiempo y a la sazón correligionario mío, al hacer una apasionada disección de los males que aquejan a la sociedad de hoy— marco de las universidades de América y, especialmente, del México bárbaro e indómito en que nos toca vivir, tampoco se espera uno escuchar una afirmación sobre el alma, como no sea para ridiculizar la certeza de su existencia, por lo que cualquiera idea contraria viene a ocasionar la maledicencia y el extrañamiento antes citados. En este contexto de calumnia y malpensamiento es que una vez, otro discreto vino a argüir, con una de esas criaturas que en la universidad cabida tener no debieran, es decir, una estudiante mujer, que la idiocia natural en ella no era ocasionada por la falta de oferta cultural, malestar grave en este país paupérrimo pero no tanto como para que hasta una hembra pueda librarse dél, sino por su natura disposición a perder la sangre, que debiera estar irrigando su fatigado celebro, por el genital orificio cada cierto período que el común del vulgo cuenta en veintiocho días, aunque la práctica nos ha mostrado ser variable y, como quienes de esta forma se desangran, de inestimable irregularidad. ¡Oh, bruta condición femenina que no acepta su propia natura pero exige la aceptación ajena! ¿En qué mundo vivimos donde se censura al docto, al discreto y al sabio, mientras que el bruto, el bárbaro y la hembra a sus anchas campan faciendo agravios y torciendo previamente enderezados tuertos? ¿Quién hay que pueda con justa lógica y temperada razón, acordado pensamiento, domar el bruto, doctrinar el bárbaro y humanizar la hembra? ¿Cuánta más sangre, cual menstrual sacrificio, ha de derramarse sin que tan honesto, cristiano y necesario fecho se vea promesa cumplida, merced recebida y saldada deuda? Bien es verdad que la respuesta ignoro, pero mejor sé que este discreto tuvo a bien enunciar en el aula: No es mi culpa que mi alma esté mejor hecha que la tuya, con lo que vino a coronarse como vencedor del debate y cuyo gracioso razonar fue de mucho gusto y contento para el dómine y los demás escrutiñadores, que dieron por ganado el caso para él, aunque era sabido ya de todos que no sirviera esta dictaminación ni las miles otras que se hicieron para dar escarmiento a la testadura mujer que contra un muy gallardo estudioso tuvo el atrevimiento de defender sus errores. La prevaricación, no obstante, siempre cae sobre el justo y el sabio, porque parece más fácil pelear contra el que mucho es amigo de la verdad que contra el que vive en la oscuridad de la falacia y la soberbia.
     Y a este caso, para iluminar las mentes e ilustrar los ingenios, viene la famosa declaración de otro justo que, durante un taller de literatura, vino a externar con toda pertinencia lo que a continuación se dirá y es que, haciendo gala de pedagogía para con sus compañeros, entre los que se contaban no pocas estudiantas, para comprender los altos concetos de poesía dijo aquesta letrilla:
A mí me gustan las tetas,
siempre traigo una ramera
para comerme su chocho
y armar una borrachera.
     Con tal maestría y donaire la hubo dicho que todos comenzaron a aplaudir y a le felicitar por la galanura de su pensamiento, la elocuencia de sus labios, la bondad de su estilo, que aún para poeta de la junta directiva del sistema fuera designado en ese mesmo instante si no fuera porque el rector andaba lejos y los grandes no se abaten a mirar las letras, desque las armas con que cuenta la egregia minoría de los educados es el dinero y no otra virtud que les aderece, como en otro tiempo fue la limpieza de la sangre y la honestidad del ingenio. Con todo esto, lector amigo, quisiera que aprendieras a obtener el provecho de lo que la norma no dicta, de lo que el aula encierra y de lo que la felice desestimación de cuanto existe puede ofrecerte, pues que se ha hecho para mejoría y bienestar de tu persona sola. Y así, por hoy me despido y te muestro unas tetas.

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