Los maestros que México merece


Hace poco publicose en este espacio una posición con respecto de una noticia lamentable. Hoy, como consecuencia del seguimiento dado a la misma, he determinado dar a la luz la presente entrada para manifestar mi enojo ante los hechos suscitados a raíz del deceso del menor tamaulipeco, que por azares del destino o por una mejor campaña de marketing es el que anda en boga, si bien no es el primero ni el último, pero sobre esto convendría debatir en otro momento. Hic et nunc mi intención es gritarle al mundo lo que me parece nefasto y detestable del caso de este muchacho y no otra cosa. De acuerdo con encabezados del 23 de mayo, la madre ha interpuesto una serie de demandas que exigen, entre otras cosas que para el caso son de nulo interés como ya he señalado, cárcel para la maestra y la subdirectora del plantel en el que su hijo se hallaba, de nuevo de acuerdo con los medios porque se considerarían como «autoras intelectuales» del homicidio del menor al «no haber hecho nada» para evitarlo.
     La sociedad mexicana nuevamente ha hecho gala de su aberrante y desquiciada idiotez al manifestarse, cuando menos en el ámbito cibernáutico, a favor de esta resolución igualmente idiota y carente de toda razón (he tenido ocasión de leer reacciones más bien concienzudas y a todas luces humanitarias que no caen en el grupo que describo aquí, desafortunadamente pocas han sido y es parte de esta falta de conciencia la que me causa tanto mal en este momento). A los docentes los padres les exigen una sola cosa: que sean los niñeros perfectos para sus brutos engendros, nada más y nada menos. Ya en la entrada anterior explicaba con brevedad la pasividad a que se ha condenado a los maestros; el que hubiera tenido las agallas para detener a los cuatro criminales que «con bullying» acabaron con la vida de su compañero, habría tenido que enfrentar consecuencias semejantes o peores ante la ley (por supuesto, consecuencias multiplicadas por cuatro), ¿por qué? Porque nuestro país está gobernado por usos bárbaros que exigen el ritual sacrificio del chivo expiatorio para calmar los ánimos cuando sucede algo, lo que sea, la muerte de un chaval o la llamada de atención por parte de un adulto, ambas cosas son, para nuestro vulgo ciego, crímenes equiparables… acaso el segundo termina por ser incluso más grave.
     Nuevamente, la cacería de culpables se ha desatado y ha caído sobre dos inocentes. Los verdaderos criminales, esos padres de familia que engendran criaturas abortadas del mismo averno y que con toda la desfachatez del mundo se desembarazan de ellas, colocándolas en la primera escuela que tiene la obligación de recibirlas y olvidándose de que la crianza sólo puede proporcionarla la familia, quizá nunca arrostren consecuencias efectivas y, peor aún, con seguridad después también resulten ser víctimas de un sistema tiránico de maestros opresores y de lavados de cerebro, porque todos saben que la escuela solo sirve para este ruin propósito… ¿no les jode? Por supuesto, la familia madura e ilustrada es la única que se preocupa por criar a sus hijos, la otra, la condenada a la ignorancia por una especie de tara hereditaria que proviene sabe Dios desde qué generación maldita, replica los modelos de violencia, abuso y destrucción que han permitido el florecimiento de la criminalidad y el derrumbe de los valores comunes que otrora guiaban, si bien con efecto moderado, a esta nación cuyo potencial era envidia del mundo.
     Y mi grito ha sido, precisamente, una protesta de hartazgo, de dolor y de determinación. Mi grito inicial, un post brevísimo y enconado en mi perfil de G+, ha vuelto la mirada a esa egregia minoría científica e ilustrada que ya habían prefigurado, por mentar los ejemplos de dominio más público, Platón y Ortega y Gasset, esa élite privilegiada que se rige por la filosofía, la cultura, la ciencia y la razón para confeccionar los destinos de las naciones. Así, mi grito ha sido un llamamiento a los maestros, a los universitarios, a los ilustrados, a abandonar este país de bárbaros, a que se pudra esta abyecta sociedad en su propia ceguera e ignorancia y se quede carente de aquella única salida de la podre y de la esclavitud: la educación. ¡No más educación para el vulgo! ¡No más deferencia para el ignorante! ¡No más poder a la tirana masa!
     Los maestros que merece México son ésos que accedieron a su puesto en la educación por palancas y sin estudio ni mérito alguno; son ésos que viven de la corrupción y el abuso de sus influencias y de la ampliación de las ignorancias ajenas. Los maestros que merece México no enseñan, no se preparan, no educan ni inculcan valores que permiten el enriquecimiento y desarrollo, por igual, del individuo y la comunidad. Los maestros que merece México son los que se han gestado en el popular imaginario, una panda de holgazanes que se dedican a cuidar chamacos, futuros grandes fracasados igual que la sociedad que los ha visto nacer. Los maestros que merece México nunca tienen problemas con la ley, porque ni son autoridades ni tienen otra función que la de solapar a los futuros esclavos de las naciones poderosas.
     Que México se pudra en su frenesí libertino y descerebrado, y que nadie se responsabilice de los engendros que ha dado a la patria que ya no gesta soldados, sino siervos de la lóbrega incultura y la voraz torpeza. Te mereces esto, remedo de patria, y peores males, pues que apuntas tu escasas y defectuosas armas contra quienes te han sacado a flote.
     Que los verdaderos maestros se vayan a preparar a las élites ilustradas de otras naciones, que se vayan a otro suelo a profesar sus ciencias, allá donde no hacen falta pero aún son bien recibidas, y que esta traidora y proterva gente se quede consigo misma, hasta que su propia malicia termine por extinguirla.

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