Pero, ¿a qué viene a colación eso que de ordinario llamamos «favor» en esta disertación? Pues bien, si la tesis de que el ser humano es, en efecto, una criatura ritual-comunitaria es verídica, no sería extraño encontrar que el favor y su petición conforman entrambos una manera implícitamente convencional de ejecutar a la vez la necesidad ritual del conjunto de individuos y la sintonización necesaria para el logro de la plenitud de la convivencia en comunidad. Sin embargo, en más de una ocasión parece claro que el favor es una manera cotidiana de incordiar con todas las de la ley al prójimo. Aunque Fray García sustenta, eruditamente eso sí, que también la soledad individual resulta en función de la exclusión comunitaria, no comporta que el favor se constituya como dicho mecanismo segregador; por el contrario, implica que el favor y su petición conforman el lubricante para que el engranaje de la dinámica común y el rito se emplamen y funcionen en consonancia por una maldita vez. Y sin embargo, ¿por qué al momento de conceder un favor el prójimo se lo piensa tanto? Habría que distinguir entre favores y favores, lo cual es muy propio del hombre circunspecto, pero más allá de innecesarias digresiones, es claro que un favor no es, por sobreentendido, aquello que coloque en mal al que lo concede. Un ejemplo práctico es la frase cotidiana: «por favor, mátate»; aun cuando la intención es librar al género humano de un exponente cuyas capacidades son acaso dispensables para el éxito de la especie, la salvación del alma y el bien de la república, lo cierto es que propone un mal tremendo para quien habría de ejecutar dicho favor, pues se le está solicitando nada menos que perder la vida. Evidente resulta que esto no es un favor, por más que se quiera defender lo contrario; es normal, en consecuencia, que a quien se le ha solicitado le resulte gravoso y hasta ofensivo el escuchar la petición y más incluso el concederla. Empero favores verdaderos, como el también cotidiano «Pásame la sal, por favor» o el infalibe «Abre las piernas, por favor», son a final de cuentas acciones que lubrican el roce provocado por la interacción social humana del día a día.
¿A quién puede ocasionarle una molestia, como no sea manco o cuto, el estirarse unos milímetros para aportarle el tan vital cloruro de sodio a su compinche al momento de ingerir los sagrados alimentos? ¿Quién hay que pueda ser tan egoísta de manera que las piernas no aparte ni un milímetro al momento de la santa penetración, que no sólo es gozosa sino que pone, al cabo de los nueve meses reglamentados para este fin, de Dios en servicio un alma joven y virtuosa? ¿Por qué, pues, gente adúltera y malvada, no hacen los favores como lo que son y se niegan a lo que es muy sin provecho, como andar a la flor del berro, escapando de sus responsabilidad ritual-comunitarias con otros de su especie? A mi parecer, tiene que ver con las molestias que supone el favor cuando éste no puede ser ejecutado por un alguien cualquiera, que las más veces es todo género de favor, pues, ¿cómo sabe el comensal que la sal que pide el otro es, en efecto, esa sal que está apenas unos palmos más lejos de su plato y no la que se encuentra en la otra mesa o en la cocina del vecino? ¿Cómo entenderá la joven que la apertura de las piernas requerida es, en realidad, una metafórica asociación entre el ángulo que las dichas piernas forman para dar acceso a su tierna y húmida caverna, en lugar de referirse a la práctica de una vivisección en cada una de sus gráciles extremidades? Así también, cuando el favor es conseguir cualquier género de bien, como sea inepto el que ejecuta el lance, ¿no será incomodísimo para éste saber qué beneficio reporta el bien solicitado?
El favor debiera, como dice su nombre, hacer edificación moral y espiritual al que lo cumple lo mismo que al que lo pide, dando buena semilla a uno y cosecha mejor al otro y viceversa, y sirviendo de ejemplar provecho para los hombres el reconocer su propia naturaleza ritual-comunitaria. Mas, para advertir esto es necesario acaso salir del dogma impuesto por la social desavenencia de no tratar al prójimo como a uno mismo, sino como al can sarnoso que todo el mundo repudia. ¡Miserable el que no puede conseguir, para solaz de todas las naciones del mundo, un hato de hembras dispuestas al placer con el mero objeto de hacer más llevadera la pesada existencia de los hombres solitarios! ¡Miserable el que, habiendo dicho que sí, al final responde no, porque sus panochescas intenciones son apenas las del hurto de la alegría a los otros a quienes no conoce pero pretende sus males, bien como el espino que sin reconocer la carne que rasga clava sus púas en todo aquel que se le acerca buscando cariño y comprensión!
Por esto pienso que o yerra Fray García o yo conmigo ando muy errado, pero, ¿quién querrá hacerme el favor de decírmelo?
Publicar un comentario