La interacción social

Por lo regular, la interacción social parece un hecho inherente a la condición humana. Otro lugar, más precisamente la entrada que antecede a ésta y puede consultarse aquí, ha servido para plantear la postura de un mi amigo que es partícipe de esta hipótesis, así como para hacer explícita mi inconformidad y discordia con la misma. Hoy, sin ánimos de desdecirme, vuelvo como el ciervo a la fuente a abrevar de mi postura inicial y agregar que, si bien el favor se constituye como una especie de piedra de toque sobre cuyos resultados se vuelve patente el cariz indeseable de la vida cotidiana en comunidad, la interacción social entendida como una serie de patrones ritualizados dentro de un marco normativo conocido como «modal» o, más propio del vulgo, «educación», es la prueba inequívoca de que la vida común es un mal necesario y no una necesaria condición humana.
     Tómese como ejemplo el caso siguiente: se tiene una prisa moderada en llegar a un lugar determinado porque en el dicho lugar se llevará a cabo una actividad próxima a comenzar; el individuo que se dirige hacia dicho recinto con el propósito de participar en la dicha actividad tiene calculado el tiempo para arribar puntualmente, ni un minuto antes ni un minuto después, y a escasos pasos del destino previsto se encuentra con alguien que le es conocido. La pragmática dicta que, si es necesario el contacto, basta con sonreír levemente, estirar los dedos de la mano y mover ésta de lado a lado en un sincopado y armónico vaivén que recuerda a las aguas de la mar en calma; a manera de exceso se puede incluso emitir una voz breve que clarifique la intención pacífica de saludar, más por educación como hemos dicho ya, con frases convencionales como «¡Hola!», «¡Adiós!», «¿Qué tal?» o el más íntimo «¡Hablamos!». Si el mundo funcionase sobre la base de estas sencillas prescripciones no sólo sería un mejor lugar, sino que la productividad que lo mueve nunca caería en el estancamiento y, por consiguiente, la calidad de la vida en él sería óptima en todo tiempo. ¡Pero nunca puede la gente hacer por sí misma lo que más le conviene! En el hipotético caso, aun con su carácter de hipotético, el sujeto que recién encuentra al individuo apresurado se detiene a charlar sobre cómo le va, cuándo partirá de nuevo a casa, qué condiciones han propuesto sus profesores para aprobar la materia y todavía tiene la desfachatez de preguntar, y esperar prolongada respuesta, al otro qué hay digno de notarse en su cotidianidad. ¡Malhaya la intención de hacer vida social en los recintos educativos que no están para ello! ¡Malhaya la falta de consideración sobre la prisa del otro! ¡Malhaya mil veces la imbecilidad social de la gente que no comprende las dimensiones pragmáticas de las vidas ajenas!
     En lo personal, y esto parece muy propio del espíritu del pillaje, considero que no habría más perfección para el hombre que la función pragmática donde corresponde. Por supuesto que después es grato salir a beber un buen vino o degustar una rica cena en compañía de aquellos que son gratos al corazón de uno (que también en el contexto de la celebración común existen personajes de aborrecible ralea que uno espera no tratar por el resto de la existencia, pero a este género de imbéciles es preferible no dedicarles más que el desprecio que merecen), pero en los lugares diseñados para la anulación de la interacción, ésta debiera precisamente anularse en lugar de ofrecer mil oportunidades para transgredir lo establecido. Entre tanto, no queda sino lamentarse por no haber tomado la ruta larga o haberse prevenido los audífonos, aunque estuviesen desconectados, con la intención de tener buena excusa para no relacionarse con los indeseables.

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