Por lo regular, la interacción social parece un hecho inherente a la condición humana. Otro lugar, más precisamente la entrada que antecede a ésta y puede consultarse aquí, ha servido para plantear la postura de un mi amigo que es partícipe de esta hipótesis, así como para hacer explícita mi inconformidad y discordia con la misma. Hoy, sin ánimos de desdecirme, vuelvo como el ciervo a la fuente a abrevar de mi postura inicial y agregar que, si bien el favor se constituye como una especie de piedra de toque sobre cuyos resultados se vuelve patente el cariz indeseable de la vida cotidiana en comunidad, la interacción social entendida como una serie de patrones ritualizados dentro de un marco normativo conocido como «modal» o, más propio del vulgo, «educación», es la prueba inequívoca de que la vida común es un mal necesario y no una necesaria condición humana.
En lo personal, y esto parece muy propio del espíritu del pillaje, considero que no habría más perfección para el hombre que la función pragmática donde corresponde. Por supuesto que después es grato salir a beber un buen vino o degustar una rica cena en compañía de aquellos que son gratos al corazón de uno (que también en el contexto de la celebración común existen personajes de aborrecible ralea que uno espera no tratar por el resto de la existencia, pero a este género de imbéciles es preferible no dedicarles más que el desprecio que merecen), pero en los lugares diseñados para la anulación de la interacción, ésta debiera precisamente anularse en lugar de ofrecer mil oportunidades para transgredir lo establecido. Entre tanto, no queda sino lamentarse por no haber tomado la ruta larga o haberse prevenido los audífonos, aunque estuviesen desconectados, con la intención de tener buena excusa para no relacionarse con los indeseables.

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