Gamberros, puñetas y un niño muerto. Crítica y lamentación dirigidas hacia la realidad cotidiana de la humanidad sufriente

Trasfondo

     El día 20 de mayo se dio a conocer, por diferentes medios, el deceso de un menor de 12 años, cuyo nombre por respeto prefiero callar, ya que este espacio ni es periodístico ni pretende serlo (puedes ver la nota de El universal aquí), debido a un traumatismo craneoencefálico ocasionado por un agresivo juego que ejecutaron con él cuatro de sus compañeros de la escuela secundaria. La noticia parece trascender de manera especial porque se trata de la vida de un pre adolescente, hecho desafortunadamente común en nuestros días pero que no deja de constituir el espectáculo macabro que los medios aprovechan con la vultúrida habilidad que les caracteriza para hacer doblemente atractiva y morbosa la oferta de sus servicios.
     Mi amigo Erasmo, indignado, ha dado a la luz en su espacio virtual una nota donde invita a la reflexión y a la actividad ante aquellos factores que provocan esta clase de funestos desenlaces (puedes verla aquí). La presente entrada es mi postura y opinión sobre el acontecimiento.

La tragedia detrás de la tragicidad

     Ante todo, he menester decir que para mí una vida humana es una vida, y prohibo abrir aquí el debate para placer de los puñeteros amantes de los animales; desde el informe embrión hasta el senil demente están revestidos de esa dignidad que, en buen español lo escribo, nos hace hombres a todos. Desde luego, enterarme de la muerte de un pre adolescente me conmueve profundamente, en la justa medida en que me siguen conmoviendo las muertes de tantos otros seres humanos a quienes se les ha arrebatado la vida y se les ha confinado, habiendo cometido nuestro mismo crimen, que ya Don Pedro Calderón de la Barca supo acusar muy bien, a una existencia vacía de Dios y de mundo, allá donde ni el diablo es quien se acuerda dellos, víctimas del mismo lobo que ellos podrían ser, pero que a la voluble voluntad de otros no plugo tornar en hecho. Pareciera que el mundo se ha convertido en un teatro con dos papeles únicos: víctimas y victimarios, abusadores y abusados, jodedores y jodidos, los hijos de la chingada y los chingados. Y en este panorama dolorosamente humano es que se suscita la muerte de un muchacho tamaulipeco.
     Quizá el columpio, como llaman al atroz juego que condujo al deceso del menor, en efecto está concebido como un ensayo de tortura, quizá porque inherentemente disfrutamos con el sufrimiento ajeno y porque en nuestra naturaleza está el herir a los otros, freudianamente pensando que así evitamos recibir nosotros esa misma herida, ese mismo daño. Pero también quizá, y sólo quizá, la confección de un juego tan primitivo tenga raíces todavía más oscuras, plantadas en una realidad asaz cotidiana y asaz nefasta: la falta de amor, la falta de disciplina, la falta de atención y el exceso de un ambiente cargado de violencia, de llanto, de dolor y de ansias de muerte. Quizás los cuatro muchachos que perpetraron el hecho sabían que querían matar a su compañero, hacerlo berrear, verlo estamparse contra el muro, el piso o lo que fuera, porque así por una vez ellos no estarían sucumbiendo ante el bruto poder de unos padres inmaduros, agresivos y tiránicos que a la menor provocación, sin hacer uso de el columpio, los han estampado ya contra infinitos muros y pisos de pánico, dolor, llantos nocturnos, odio contra sí mismos… es decir, de todo eso que mueve a la desesperante lucha por ejercer un poder enfermizo sobre otros, solo para no admitir la miseria propia y quedar, los propios abusadores, rotundamente destruidos.
     El caso, por supuesto, resulta lamentable, pero tengo para mí que sería menester revisar todos los hechos, desde la vida extra escolar de los cuatro asesinos hasta el momento en que la elección del difunto fue definitiva. Hoy por hoy, en nuestra sociedad mexicana, aunque a decir verdad en casi todas las sociedades del mundo, ya nadie se preocupa por solucionar las cosas sino por buscar culpables. Algo en lo que no estoy de acuerdo con la nota de Erasmo es precisamente eso, que la indignación y el deseo de venganza, nuevamente, opacan la necesidad de justicia y de reforma. Mi amigo dice: «La madre del niño ya ha realizado las denuncias correspondientes y hasta el momento han sido suspendidas la maestra y la subdirectora del plantel. Ojalá también la paguen los agresores». Y, ¡qué sano es hacer las denuncias! Pero qué lamentable es que todavía creamos que los maestros y directivos deben ser juzgados por algo que los padres de familia no hacen: instruir, apoyar y soportar a hijos ajenos. Cualquier cínico diría que para eso les pagan, pero si pensamos de ese modo, entonces es mejor acostumbrarse a los decesos infantiles, porque nuestra sociedad de culpables y de víctimas que apuntan diariamente con el dedo no quiere promover la convivencia pacífica, el respeto ajeno ni mucho menos el respeto a la vida, sino que quiere eliminar los escollos incómodos sin hacer más de dos o tres diligencias, y dejar el resto de las cosas, tan mal como están, exactamente igual.
     Hoy por hoy, los maestros y directivos escolares tienen escasa cuando no nula autoridad dentro de los propios planteles. Si a un desafortunado docente se le ocurre ejercer su autoridad como adulto y como profesional de la educación sobre una panda de gamberros para que dejen de hacer fechorías, la queja de estos mismo gamberros, solapados por los tutores en turno que para eso se pintan solos, no acaba hasta que los medios, la sociedad y las comisiones de derechos humanos caen sobre el infortunado profesor aduciendo que su brutalidad y tiranía sobre los inocentes menores de edad no sólo no se limita al aula sino que se atreve a traumar y destrozar psicológicamente sus pequeñas y frágiles mentes y personas al impedirles el sano ejercicio de un juego entre compañeros, un juego tan edificante como por ejemplo el columpio. Es triste y, por hiperbólico que suene, ominosamente cierto. Como alguien que proviene de una larga estirpe de maestros, me ha tocado ver cómo de la autoridad y respeto propios de la dignidad docente, que en otros años era poco menos que monolíticamente incuestionable, en la actualidad no tiene ni el glorioso recuerdo de esos días, y cada vez más va en aumento el solapamiento de comportamientos vandálicos y criminales en el estudiantado, como bien lo acusa mi querido Erasmo en su entrada, sin que nada ni aparentemente nadie pueda hacer algo.
     ¿Quiénes deberían responder ante las autoridades? Definitivamente no los docentes ni los directivos, sino los cuatro asesinos y sus respectivos padres de familia. ¿Qué debe hacer la sociedad? Comenzar a comunicarse urgentemente con sus hijos, escuchar con atención, predicar con el ejemplo (pero predicar bien, porque los ejemplos que tenemos el día de hoy, especialmente en el noreste mexicano, aspiran solamente a mover droga y hacerse millonarios de la noche a la mañana… y nos quejamos de que a México le señalen como a un país tercermundista y lleno de güevones) e ir enseñando a respetar al prójimo y su vida, apostar por una educación con valores morales y no con libertinaje contemporáneo. ¿Qué debemos dejar de hacer? Buscar culpables pensando que eso es justicia, encargar a los maestros de la crianza que solamente las familias pueden proporcionar a sus miembros más jóvenes, ensalzar la violencia y el abuso como medios de vida modélicos y envidiables.
     Si nos conmueve el dolor ajeno, ocasionárselo a los demás no nos va a remediar. Si nos conmueve la muerte, responsabilicémonos de la vida. Si queremos dejar de ser víctimas, tenemos que aprender a tomar el control de nuestras propias vidas y dejar de solapar la pasividad y la agresividad en una y otra esquina del cuadrilátero.

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