Totalmente pagado o el chantaje irracional en la sociedad transicional de los siglos XX y XXI

¿Quién no ha leído la inocente y diáfana historia del pequeño que cobra por hacer sus deberes? ¿Acaso hay alguien de tan duro corazón que, réprobo e injurioso contra todo lo que es santo y sagrado hasta para los más incrédulos, no haya derramado pueriles lágrimas al llegar al final de semejante historia? ¿Es que no es universal el tema del amor de la madre y quien se atreva a ponerlo en duda no es sino un disoluto, desordenado y carente de toda compasión en este mundo? Pues bien, estas cuestiones que hoy atormentan mi alma han venido a encontrar una respuesta que largos años tardé en formular, no porque ese tiempo fuera necesario para su maduración —la de la respuesta— ni porque hubiese yo menester tanto para alcanzarla, sino porque a la postre el camino del conocimiento no es uno ni es el más cierto y más de una vez conviene recorrer lo ya recorrido, pues los más sabios buscan dos veces bajo la misma piedra y los que no quieren ser necios reconocen que una vez es bastante para muchas cosas pero insuficiente para todas ellas. Y así, tras ir y venir en esta penosa jornada, vine a caer en la cuenta de cuánto es el odio, cuánta la injuria, cuánta la protervia y decadencia que destila ese cuentecillo malhadado en el que una vil criatura, devoradora de almas, en lugar de fomentar la dignidad humana, se vuelve el más abyecto objeto, propiciador de chantajes y extraviador de voluntades, como si una madre verdadera no reconociese, en el origen de su rol, las castas y celestiales notas de la vocación y elección; porque propone este relato desdichado que ser madre más bien fuera el oprobioso resultado de una imposición ajena a toda voluntad humana. Así, pues, tú que te acercas a este espacio, aprende que razonamientos del tipo «toda mujer sueña con ser madre», «lo más admirable de una mujer es su capacidad para tener hijos» y «el único amor verdadero es el amor de madre», son el veneno ideológico que nos han traído a esta lamentable disertación que yo no quisiera dar, mas me obliga el delito de estas aberrantes ideas el comenzar esta invectiva.
     Lo primero que hay que comprender es que la actitud del infante es la más natural y deseada en la sociedad capitalista de nuestros días; a todo esfuerzo corresponde una retribución y, en función del grado de especialización que requiere dicho esfuerzo, es que la retribución debe calcularse. Nada de perverso hay en la lista del pequeño, donde leemos que por cortar la grama cobra tres pesos, dos por ir a realizar las compras en lugar de la «madre» y cinco por cumplir con sus deberes escolares. ¿O acaso pretendemos que el muchacho realice las mismas labores por las que un adulto cobra en total e impune gratuidad? Escudados en la «colaboración familiar», hemos caído en el esclavismo infantil más repugnante y, sin embargo, nuestra sociedad se complace en afrentar a los sacerdotes por su concupiscente interacción con los niños cuando son los padres los primeros abusadores y culpables de los males que aquejan a las criaturas que infamemente han traído al mundo. ¿O acaso hoy en día un padre de familia, por el mero amor al arte, se decidirá a realizar sus labores profesionales a cambio de un abrazo y un beso? Si esta ramplona muestra de afecto fuera toda la paga necesaria, ¿no despotricaría el hombre o la mujer que viera comprometidos su tiempo y esfuerzos para hacer un bien ajeno y no recibir absolutamente ningún valor a cambio? Pues que si nuestra sociedad se moviera por los abrazos y los besos, que no niego sería la máxima benevolencia en la utopía, el trabajo estuviera ya desterrado y no se obrara sino por el gusto solo de quien quisiera ejercitarlo. Pero nuestra realidad no se contenta, mucho menos cuando se abate a la ignorancia propia del vulgo, con los placeres espirituales y quiere en lucidos machacantes ver la recompensa de su esfuerzo. Luego, ¿cómo, viles hipócritas, se acusa al niño de querer reivindicar sus derechos como trabajador que, por la ineptitud de nuestras leyes, se ha visto esclavizado clandestinamente por quien, si el final de la fábula es universalmente cierto, debiera serle escudo en la tormenta y muleta en la miseria?
     Miremos, pues, la nefasta presentación de la hembra que lo ha expelido de su maloliente cloaca, según expone el afrentoso relato: «Después de secarse las manos y quitarse el delantal, ella leyó lo que decía». En perfecta imitación de ese cobarde asesino romano que, ante la iracunda muchedumbre, prefirió lavarse las sucias manos antes de utilizarlas para defender al inocente, esta mujer se las seca como quien confía en que sus perversidades han sido perpetradas en la más despreciable impunidad y, por ello, ni siquiera han menester el simbólico acto de la limpieza sino que bastante es con el rastrero del enjugamiento, como retirando la sangre visible después de desollar a un infeliz desposeído, pero no disimulando siquiera la pestilencia ni el vivo color que delatan el crimen porque nadie podrá castigarlo justamente. Mas no para aquí la cosa y el irracional chantaje comienza con la acción siguiente, quitarse el delantal. ¿Qué es un delantal sino la indumentaria de la esclava? ¿No es acaso, su función pragmática aparte, el iconismo del sometimiento hembruno? Pues para dar rienda suelta a su bruta tiranía, la «madre» —que la aquí retratada no merece un título tan noble y virtuoso pero así se han empeñado en llamarla, para afrenta de todas las madres verdaderas que a la noble testa merecen llevar asida una aureola de santidad perfecta— se desprende del peso de sus labores, de su esclavitud voluntariamente aceptada, para destruir las ínfulas de hombría y libertad del pequeño, que a su juicio no es sino otro esclavo en el irredento infierno en que ambos se ven opresos por la irracionalidad de ella misma y de nadie más, pues, ¿qué papel puede tener en esta parodia de cotidianidad un niño, que apenas es capaz de cobrar unos cuantos pesos lo que los hombres cobran en decenas y centenas?
     Pero ella destila odio y frenética amargura y, finalmente, destruye la voluntad del pequeño recordándole que a los sufrimientos que le supone la existencia suya, es decir, la del hijo —¡maldita entre las malditas, si tanto has sufrido por su causa y te atreves a reprochárselo en lugar de culparte a ti misma por haberlo conseguido!—no ha cobrado nada. ¡Y a esta bestial declaración de aberrante desprecio por el género humano ella le llama «amor»! ¡Amor! Riamos con palabra tan bella y sublime para escupir luego espumarajos de desprecio en cualquiera que se atreva a cobrar el amor con el chantaje de los sufrimientos que, de haber recibido en inocencia de verdad, no conllevasen la carga del delantal ni el miedo al cobro. ¡Amor! Cuatro letras como cabos tiene la cruz que ha sido un sacrificio voluntario y que nunca fue cobro sino pago por nuestras iniquidades, ¡y esta ramera del demonio se atreve a colocarla en sus labios para afrentar al triste producto de su torpeza! ¿«Por llevarte nueves meses en mi vientre y darte la vida… nada»? ¡¿Amor?! Pues amor lascivo y perverso es el que seguramente sintió cuando hizo accesible su cloaca al macho que le provocó los nueve meses tan pesados que le obligaron a ceñirse primero el delantal para después, ¡oh, ironía!, retirárselo y quebrantar la voluntad de poder y libertad de un inocente. ¿«Por tantas noches de desvelos, curarte y orar por ti… nada»? ¡¿Amor?! ¡Más te hubiera valido, ramera de Satán, dejar morir al inocente, dejar que la porción anímica se uniera a su Creador, antes de que, malhadada intención, prolongaras sus sufrimientos hasta este punto miserable en que le restriegas como hazaña de martirio lo que bien sabías que te correspondería después! ¿«Por los problemas y el llanto que me hayas causado… nada»? ¡¿Amor?! ¡Si tan nefando producto te atrajo la concepción primera a ti te culpa, pues que en tu torpe ayuntamiento has preferido regodearte en lugar de conocer las consecuencias de tus actos! ¡¿Y adulteras tan sublime término al quejarte de los problemas y los llantos que tú y sola tú, infernal engendro, te has causado con tus lascivas desviaciones!?
     ¡Atienda el que tenga oídos para escuchar y ojos para leer! Ningún bien le hacen a la humanidad las que en falso vestido de santidad, se vanaglorian de las miserias que aguantan porque el amor no es condena de sufrimientos sino el perfecto contrario de la injusticia espiritual y material de estas pseudo mártires, hijas de maldición, para quienes el Juicio ha largo tiempo que está reservado, intentan hacer llegar al ignorante vulgo, porque no les conviene saber que el amor es libre y responsable, es valiente y vencedor, es voluntarioso y paga con justo salario en lugar de torcer los hechos para recibir, en pluma de sangre y lágrimas, que está su adeudo máximo totalmente pagado.
     Vale.

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