De mañana

A punto está de amanecer. Es lunes, lo que significa que ayer ha sido domingo. Las luces, aún encendidas, en las entradas de algunos hogares, pórticos escasos, cocheras en su mayoría, rejas y verjas de jardín los menos casos, sugieren que los vecinos aún no se resignan a reiniciar la rutina semanal, ese extraño ritual que empieza con la modorra del día anterior, el llamado domingo, y se extiende en un sueño fatigoso, lleno de angustia, paradójicamente azaroso para ser tan cotidiano, tan semanal, tan mecánico, y que exige un llanto quedo, generalmente mudo, por la costumbre, para culminar en un despertar siempre nuevo, océano de colores que embarga el alma. Las estrellas no titilan más, quizá porque la Tierra ha girado ya tanto que esta cara suya nos devuelve a una luz más brillante, más potente, quemante en esta parte desde donde compongo esto, pero luz, día, sol, finalmente; o quizá porque las estrellas son esos seres que nos imitan, viven vidas rutinarias y vacías que se rigen por los movimientos humanos y su errático comportamiento, y a esta hora han dejado la jornada para descansar, o para fatigarse en otra parte, ¿quién lo sabe? ¿Quién puede decirlo con certeza? Ni los hombres de ciencia conocen las estrellas. Los que han descubierto el mundo nada saben, sólo se preguntan más y más cosas, sólo dudan, ¿acaso viven? ¿Hay quien viva?
     A medida que avanza la madrugada hacia el primer lubricán, porque también se llama lubricán al despuntar arrebolado del rubicundo Apolo, me pregunto si valía la pena iniciar una invectiva contra los malos poetas, contra los perjuros ignorantes que llaman poesía al poema y al poema no le deparan nombre conocido.

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