Reflexiones

Hoy es un día en el que me cuestiono qué estoy haciendo con mi vida. De nuevo la pregunta surge, voraz y despiadada: ¿vale la pena? ¿Por qué sigo aquí? Las posibilidades, ese abanico precioso que jamás se agota, ya no me seducen más, ni siquiera me atraen. Me quedo aquí, con mis demonios, pensando, harto de la acción y de la vida. ¿Vale la pena? Las fantasías me agobian y siento la asfixia de ya no querer estar aquí.
Salir corriendo, un brujo falso alguna vez dijo esas dos palabras a un hombre desesperado, un hombre que se había cansado de esperar. Pienso que menospreciamos eso, la huida, el escape, la retirada. Menospreciamos aquello que nos garantiza la seguridad de no volver a cansarnos, de no volver a dormir con sueño duro, de piedra y sal, que nos atormenta y sólo deja tras de sí una luz mortecina de día nuevo que no queremos vivir, que no queremos ver una vez más. Yo no quiero, cuando menos yo no quiero.
Hoy me levanté y supe que no había descansado, que el maldito calor de esta maldita región de la tierra me había agobiado mientras intentaba escabullirme entre las ráfagas de un ventilador maltrecho, un pobre aparatejo de los que coloquialmente se dice que «siguen dando batalla». Me asediaron los pensamientos del diablo y de los rabos de cerdo, de una sonrisa que no quiero maldecir, de un beso que extraño, de brazos que ya no pueden rodearme porque temo contagiarlos de mi enfermedad y de mi podredumbre. Hoy amanecí solo, como si el Señor de la Misericordia se hubiese cansado de esperar también, y se hubiera ido prudentemente a pescar otros hombres, a sembrar en tierra buena. Yo sabía que quería llorar pero me consolé con la luz del mediodía, esa maldita luz caliente de primavera neoleonesa que me pica en el centro de la pupila y me hace lagrimear. Contuve el llanto porque, ¿de qué sirve llorar cuando se está solo? ¿Vale la pena, acaso? «Me quiero morir», susurré después de años de no pensar en mi propia muerte, de no invocar sobre mí el fin de mi propio tiempo; pero contuve el llanto y me fui a la nada, como he hecho los últimos seis o siete años, he perdido la cuenta. Y la nada fue impasiblemente cruel, aunque de cuando en cuando un crucifijo ajeno bailoteaba para mí, como suspenso en el aire, igual que las mariposas.
Y he marchado nuevamente, sin rumbo ni propósito, como ya es costumbre; sin cuestionarme qué motivos tengo para conservar la vida. He marchado, he escuchado, he pensado, he respondido, he intentado llorar y, quizás hasta he llorado, todo mecánicamente, parte del mismo preconcepto invariable, la farsa ad æternum. ¿Qué valdrá la pena en este mundo? Morir…

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