Introducción
La civilización ha sabido desarmar cautelosamente al individuo, asimilándolo a los engranajes de su maquinaria productivodiscursiva y también ha conseguido disimular las cadenas que lo atan a ésta de manera que no sólo parecen naturales sino hasta deseables. En las sociedades fascistas, la figura del líder aparece milagroseada a través de una gran narrativa que lo imbuye de un aura mesiánica y lo faculta a dirigir al pueblo hacia su destino glorioso acorde a la noble ascendencia que lo coloca cercano a los dioses. Así, el grueso del pueblo se somete de buena gana al yugo y, junto con sus congéneres coaccionados, arrastra el pesado carromato que contiene a su líder, hacia un desenlace seguramente trágico. Ahora bien, un esquema tan ridículamente simple, al punto que ofende la inteligencia, sólo funciona con pueblos desesperados y derrotados. La mayoría sigue de buena gana al embustero; los que se niegan, son obligados o eliminados. No obstante, hoy en día —queremos creer— existe una cierta consciencia histórica que levanta sospecha inmediata sobre cualquier líder de esta calaña. Si bien esto puede interpretarse, de primera instancia, como un bonum auspicium, resulta obvio sospechar que, en realidad, se trata de la antesala a una estratagema aún más perversa.
Las civilizaciones actuales tienen medios mucho más sutiles para mantener el control sobre sus individuos. Si bien en la sociedad fascista lo que destaca es una hegemonía discursiva, articulada sobre las aristas de un líder, su pueblo y el destino, la sociedad capitalista depende íntimamente de una «aparente» heterogeneidad discursiva. Por ello, no es de extrañar que capitalismo y democracia (al menos en Occidente) vayan tan bien de la mano. El pluralismo que subyace debajo de la democracia moderna, más que ensalzar al individuo, se concentra en alienarlo; fomenta sus tendencias narcisistas y lo ahoga en un caudal de mierda mercantil/propagandística cibernéticamente construida para generar y satisfacer sus necesidades individuales y únicas que, paradójicamente, lo rinden tan uniformemente estúpido como a sus congéneres. En el pluralismo moderno cada jaula individual es confeccionada a la medida del cliente, de manera que éste no sólo no pueda escapar de ella, sino que tampoco pueda evitar desearla. Desde la tierna infancia se nos alimenta de esa teta que dicta que somos únicos y especiales hasta que creemos que en efecto, incluso la mierda que cagamos es única, especial y, por lo tanto, divina. Somos pequeños narcisos enjaulados y castrados; impedidos de cualquier poder real o ideológico, y la ilusión democrática de la autodeterminación del individuo y de los pueblos; del poder equitativamente distribuido, sólo refuerza la mentira del valor y la especialidad de la unicidad del individuo. Tomando lo anterior en cuenta, la democracia en la sociedad capitalista es el antecedente directo de los reality shows, con todo y votaciones por parte de la audiencia, que coordinan un drama anodino que disfraza la continuidad y preservación del status quo bajo un velo de alternancia y cambio; pero, principalmente, bajo la ilusión de un control absoluto, hecho patente desde la sublime ideología de la libertad ciudadana hasta la frívola decisión de qué destino vale la pena truncar por medio de una llamada cuyo coste, dicho sea de paso, es a la vez contribución y sostenimiento del show y del premio prometido al concursante final, epítome del líder que, convencido del único destino, no sólo es protagonista sino agente y catalizador de éste. Es así como mediante la democracia, el capitalismo permite que el pueblo se entretenga; que tenga la ilusión de que su voz infinitamente pequeña, fatalmente segregada por el individualismo, recorra el espacio político y pueda, de esta forma, incidir de manera significativa en el movimiento de ese gran destino, incomprensible de suyo para cada miembro del vulgo; pero siempre deseable y siempre opcional. Mientras tanto, el verdadero poder discurre en los flujos de dinero y la pavorosa totipotencialidad de la moneda misma. El dinero, sin significar estrictamente nada, lo hace posible todo. Se camufla como objeto de deseo por su misma facultad de poder concretarlo. En el capitalismo, el individuo deja atrás sus verdaderos deseos, contextuales y específicos, para perseguir la abstracción de su potencialidad de agenciamineto, siempre general y desprovista de contexto. El individuo y las masas ya no necesistan del mesías fascista, ellos mismos pueden obtener una pizca de potencialidad pura a cambio de ocho horas de esclavitud diarias.
No obstante, la obsesión por la figura del líder no desaparece sino que, semejante a la preservación de la materia, únicamente se transforma. La base tripartita del fascismo cambia; sus protagonistas se abstraen y aún el propio destino se deshumaniza. La nueva narrativa se fundamenta sobre los ejes del dinero, el mercado y la privatización. La figura del iluminado que lleva al pueblo a feliz destino, como agente esencial en dicha tarea, según hemos aquí desarrollado, se conserva y se pluraliza, sin que deje de lado una constitución única y penosamente masificada. El dinero se convierte en el agente y en el elemento con que se inviste la primacía sobre el pueblo. Pero el vulgo ya no está presente en la ecuación, dado que, bajo esta nueva fórmula social y discursiva, cualquiera puede ser un iluminado —y la libertad, las infinitas posibilidades de control personal y comunitario, la ilusión de significatividad, juegan un papel preponderante en esta construcción de la realidad—, dado que cualquiera puede adquirir dinero, que no hacerlo, pasa su protagonismo inicial, aunque pasivo, a una entidad de naturaleza cambiante y harto más dinámica: el mercado. El mercado por sí mismo se asegura de que el supuesto proceso de individualización que sufre la sociedad, se haga patente mediante leyes que no obedecen al fenómeno natural, sino al comportamiento masivo de los individuos, la oferta y la demanda. Las necesidades individuales y comunitarias que el líder fascista resolvía, por tanto, ya no son elementos indispensables para reconocer el comportamiento que trazan los conjuntos sociales, dado que ya no se busca satisfacer dichas necesidades. El mercado crea la ilusión de encargarse de ello por consecuencia de las leyes de oferta y demanda, y en respuesta a factores de riesgo y a elementos como el miedo. No obstante, la oferta y la demanda no están necesariamente unidas a las necesidades individuales ya que, con el mercado y el dinero, viene una noción jerárquica cuya aplicación en la sociedad pone en pugna la satisfacción de la necesidad ante la satisfacción del deseo.
Cabe en este punto hacer una breve aclaración con respecto de dicho término. El deseo como tal no es inexistente previo a la nueva narración social, sin embargo, asociado desde temprano al hedonismo, se ha desvirtuado a raíz de la dicotomía que las sociedades fascistas, primero, y las democracias capitalistas, después, han forzado. Se crea en este contexto la percepción de que desear y necesitar no son semejantes y que, más aún, son síntomas contrapuestos de una mejoría notoria o de la decadencia inevitable. En este sentido, la artimaña discursiva es simple: desear es resultado de no necesitar, en oposición a necesitar, que es resultado de la imposibilidad de desear. Así, el nuevo orden determina que quien necesita no puede pertenecer a la esfera mercantil, dado que el dinero resuelve, prácticamente por antonomasia, todas las necesidades. En consecuencia, quien puede desear ya no debe resolver nada, el dinero lo ha hecho naturalmente; sin embargo, no necesitar es decadente cuando se ha frenado en este punto. La democracia capitalista no espera que quienes mueven al mercado desde las esferas de la élite se sientan satisfechos de su propia satisfacción, sino busca que además quieran —voluntariamente, en efecto— seguir necesitando algo que, en realidad, es un gusto o un capricho. Así, el desear se convierte en la herramienta para que el mercado triunfe a todos niveles. El necesitado brega porque el dinero resuelva sus necesidades. El deseoso, promueve la aparición de más y más paliativos para sus deseos, mismos que busca sobreponer a las necesidades. De este modo, lo que se necesita se convierte en un problema que debe resolverse de manera inmediata, no porque las consecuencias de la insatisfacción de la necesidad puedan ser funestas, sino porque impide que se pueda disfrutar de un despreocupado estadio de deseo total. Ya no se trata, en suma, del placer por el placer, dado que esta filosofía no antepone la búsqueda de la masa mercantil al individuo, sino que el ordenamiento se convierte en el desear por el deseo.
Finalmente, la privatización se transforma en el destino: la máxima expresión de la individuación del mercado por medio del dinero. El fin de todo mercado es que la libertad del individuo se haga patente por medio de la empresa privada. No existe más un aparato social que pueda regular las necesidades, y todo es asunto de desear, incluso lo que se necesita. Es así como la triada se completa.
Sin embargo, la naturaleza humana, quizá la menos astuta de las naturalezas que encontramos en el orbe, aún con el caudal de incontables defectos que se le pueden, muy justamente, atribuir, ha sabido prestar oídos a su propio primitivismo, de suerte que ha buscado la forma de mantener, en este escaparate de productos hechos a la medida y gusto del cliente, un grado de paradoja, de absurdo y de oxímoron que permita, como de ordinario acontece en la evolución de las especies, encontrar ese pequeño hilo de coherencia desde el cual se pueda destejer el execrable entramado que ha corrupto artificialmente al individuo, a la comunidad, a la especie en sí misma. Esta hebra reconocible se encuentra en un absurdo fundamental del nuevo orden que la «masa a base de individuos» no ha logrado desaparecer: la necesidad de un hombre como modelo de autencidad, de lo genuino, de aquello que todos los demás desean ser porque son, en sí mismos, únicos y, por ende, deben imitarlo. Se trata, pues, de un estadio nuevo en la cosificación social: el individuo en serie. La masa se convierte en una construcción fundamentada en el hombre prefabricado al que todos debemos —y debemos querer— imitar. Si se piensa con detenimiento, este modelo humano es el poseedor del dinero, el encargado para que el órgano social se afiance y funcione de acuerdo con los deseos de la élite. No se trata más de la vida social como un organismo viviente, cuyas partes constitutivas desempeñan funciones diferentes pero todas ostentan la misma importancia, puesto que suponen la existencia del mismo gran ser, el gran individuo: la sociedad, nosotros. La nueva alegoría se asemeja al cruel adagio de la sierpe decapitada: al cortar la cabeza, el cuerpo colapsará. En el plano discursivo, la animalidad humana ha pasado de una autoconsciencia herbácea, a una netamente animal. La planta es autosuficiente, el animal es dependiente.
Así, pues, las sociedades no se constituyen más como una alianza de elemental supervivencia, los miembros no están en el grupo por exigencia natural, ni ya tiene que ver la vida orgánica en el carácter gregario del hombre, sino que todo ocurre merced de una modelación sistemática del grupo. Las partes ya no son importantes, sólo la cabeza, la élite, el líder, el modelo a seguir, quien tiene dinero es quien dicta las pautas y, por consiguiente, es a quien se debe asegurar una supervivencia orgánica y social. Todo lo que está por debajo es automáticamente descartado e indeseable, es necesidad burda. No obstante, el discurso es que todo lo que no es el líder de facto, es un líder en potencia, una microfibra de látex que se puede convertir en una hebra de oro. La astucia con que se realiza el engaño es a la vez nefasta y admirable: la civilización democráctica y occidental desdeña a sus propios constituyentes; sin embargo, oficialmente les abre la posibilidad de imaginar que su desgracia no es tal y que se encuentran en un constante proceso de perfectibilidad. Todo está orientado a que la resignación finalmente infecte al individuo. El líder es perfecto, y el sistema de creencias, de normas y aún el código moral se orientan a ratificar este hecho. La otra cara de la moneda se traduce en una dulce paradoja: el líder en potencia no es perfecto; pero es perfectible. La perfectibilidad no asegura la perfección. La perfección es inalcanzable, excepto para el líder.
Es esta situación, más allá de las ideologías imputables a lo aquí expresado, e incluso más allá del deseo visto como la posibilidad de comunicar la ausencia de la necesidad, lo que nos mueve a componer el presente texto. La situación aquí expresada es harto elocuente por sí misma: lentamente nos perdemos en una sociedad que, tal vez esperanzadoramente, ignora que está ya perdida. Y es aquí donde cabe la ruptura con el orden discursivo que ha creado una realidad completamente ajena a la que nos es asequible, completamente delimitada a diferencia de la que representaba un reto, una exploración, una inminente desilusión de la verdad pero, al mismo tiempo, una puerta a nuevas posibilidades de la misma. Y es aquí donde cabe la ruptura, la transgresión, el pillaje.
A este mundo se lo va a llevar el diablo por falta de consideración entre seres humanos. Pero todos somos partícipes de la máquina de deseo, ¿quién realmente piensa en las consecuencias de cada uno de los actos cometidos? Entre otras cosas, no concuerdo sobre la estupidez de la naturaleza humana, pues como naturaleza *es* la que domina el mundo. Ahora, que lo que llamamos "intelecto" y "ética" no estén trabajando juntos es otro asunto. ¿Cuánto nos queda como civilización? Los pueblos deberían gobernar, no las figuras que unos cuántos escogen. Es imposible desafanarse de ese destino, es tanta la corriente que a uno lo ahoga si quiere nadar en otra dirección. Desesperante, hay que matarlos a todos y empezar de nuevo.
ResponderBorrarEn lo que se refiere al asunto del orden de naturaleza, o naturaleza, a secas, cabe destacar que no es el orden dominante y mucho menos es la propia naturaleza humana la que domina al mundo. Justamente, lo que denominamos ética e intelecto son constructos, pues a fin de cuentas la inteligencia no puede constar más allá de los límites presupuestos por el propio constructo humano, que corresponden a un orden mayor, cuyo nombre es harto más gentil de lo que es en la praxis: cultura. Ya M. Málishev dice en su «Concientización de los desafíos que enfrenta el hombre» que «Creímos que la barbarie, en su forma primitiva, era algo del pasado; pero reaparece dentro de la misma cultura que tiene una actitud de abuso e irracionalidad en relación con la naturaleza», y esto es especialmente cierto al hablar del dominio que mencionas. El ser humano tiene una consciencia, una naturaleza, y una producción formal que se denomina cultura, y es ésta, y no las dos anteriores, la parte que no sólo somete al mundo, sino que somete a la naturaleza y pretende someter al ser. Es ahí donde cabe la denominación de estúpida, dado que su propia constitución es todavía insondable para el mismo ser humano. Y la estupidez radica justamente en la supeditación del orden de la naturaleza al constructo.
ResponderBorrarEn cuanto al deseo, en efecto, es un elemento del que cada individuo forma parte, éste no es el problema. El problema subyace en la confusión entre el deseo propio —casi inmanente— de la condición humana con el ostentado por el modelo que debatimos aquí.
Pero en fin, tenemos todo un blog para debartir esto. Saludos.
Olvidan lo más importante en todo caso....
ResponderBorrar¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡PILLAJE!!!!!!!!!!!!!!!!!!!